Y bien: resulta que el monarca conocido como Benedicto XVI abdica a su trono el próximo 28 de febrero y pasa a llamarse de nuevo por su nombre civil, Joseph Ratzinger. Y esto ha conmocionado al mundo, o eso parece a juzgar por los ríos de tinta (y de bytes) que han corrido desde su sorpresivo anuncio.
Hay quienes dicen que es natural que un
hombre de 85 años se sienta físicamente agotado. Otros añaden que
es muy natural que se sienta moralmente cansado, luego de años en el
nido de serpientes de la Curia vaticana. La mayoría está de acuerdo
con que tiene derecho a retirarse, como cualquier otro jubilado; unos
cuantos seguramente piensan que ese derecho debería más bien ser
obligación a cierta edad.
Los que ven conspiraciones en marcha se
han hecho la fiesta. La misma gente que pensaba que Juan Pablo II
había sido mantenido en su puesto a la fuerza por un grupo de
oscuros poderes tras el trono ahora cree que Benedicto XVI fue
obligado a dejar ese puesto por un grupo de oscuros poderes tras el
trono. En rigor, ambas cosas son plausibles, a la vez que
incomprobables (quizá algo sepamos dentro de veinte, treinta años).
Algunos ven a Benedicto como una víctima acosada, otros creen que se
trató de un pacto de silencio, un acuerdo donde Benedicto jugó
fríamente sus cartas. Y ni hablar de los que sacan a relucir a
Nostradamus…
He aquí lo que pienso, no
necesariamente todo lo que pienso ni tampoco una opinión definitiva.
Benedicto XVI fue un teólogo obligado a bajar de su torre de marfil
al nivel del barro de la política. Pronto debe haber descubierto que
es más fácil ser el guardián de la ortodoxia y del poder papal que
en ella descansa cuando es otro quien tiene que ejercerlo. Aceptó el
cargo, limpió algo de la suciedad de su antecesor y barrió como
pudo el resto bajo la alfombra, quizá pensando en el bien de su
Iglesia (y por tanto olvidando el bien de los individuos perjudicados
por su Iglesia), quizá preocupado por su propia complicidad, pasada
o presente, por acción o por omisión. Sus admisiones de culpa
respecto a los abusos sexuales del clero fueron protocolares,
incomprendidas; la sinceridad que pudieran contener no sirvió a
nadie. ¿Habrá algo de culpa en Joseph Ratzinger por lo que supo y
ocultó, desde los brutales abusos de Marcial Maciel, preferido de
Juan Pablo II, hasta su redacción del decreto que conminaba a los
obispos de todo el mundo a canalizar todas las denuncias a Roma,
antes que a la justicia local? ¿Qué cosas no pudo decir Ratzinger,
por inhibiciones propias o por presiones externas? ¿Qué parte de
esa ruinosa deuda moral pagará su sucesor?
Es ingenuo quien supone que la dimisión
de Ratzinger o la elección del próximo papa no tienen relevancia
alguna para el mundo actual o específicamente para los no católicos.
El poder eclesiástico no reside en bulas y encíclicas ni emana sólo
de las catedrales; la influencia de la ideología y la personalidad
papales llega a los últimos rincones de la política secular de
incontables países, aunque resulte diluida y distorsionada en el
camino. La Iglesia se ha encargado de eso hace tiempo. También están
fuera de lugar las celebraciones y las expectativas. Es
lamentablemente imposible creer que el sucesor de Benedicto XVI será
un progresista; es apenas un poco más posible que el próximo papa
sea un mero conservador: la Iglesia Católica ya ni siquiera
permanece obstinadamente inmóvil en medio de la corriente del progreso,
sino que —ya con Juan Pablo II y luego con Benedicto XVI conduciendo
la barca de Pedro— navega resueltamente corriente arriba, impulsada
por los remos entusiastas de los obispos más fanáticos y de los
movimientos eclesiales sectarios como el Opus Dei o el Camino Neocatecumenal.
La parte de Benedicto en esta historia
ya está terminando. El pontífice se retira a la clausura. Como
ideólogo y como agente del poder vaticano, no me merece respeto ni respiro
alguno. Como persona, es una figura difícil de odiar, al menos para
mí. Sería un acto de mínima justicia que luego del 28 de febrero,
librado de las ataduras de la política, se sentara a escribir, con
las fuerzas que le queden, una confesión de sus crímenes como (su) dios manda, para que al menos algo del daño hecho pueda ser
reparado.
Dudo que sienta culpa alguna. Como los que se quedan, (porque la anquilosada jerarquía católica no se va con él) Ratzinger debe pensar que su accionar fue el más correcto.
ResponderEliminarQue el sucesor nos sea leve (aunque lo dudo).
Si Ratzinger no se muere -ponele- en un par de meses, habremos comprobado que ni el máximo católico cree de verdad que su dios le pueda dar fuerzas. La renuncia es para la gente normal, no para quien tiene a dios de su lado y predica el sacrificio y la perserverancia que no están dispuestos a llevar a cabo. Que cada uno cargue con su cruz.
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