Continuando por María, he aquí el espejo en el que todas las mujeres deben mirarse: una mujer joven, entregada sin su consentimiento (como era costumbre entre los pueblos atrasados de ayer y hoy) a un hombre mucho mayor que ella, virgen, que se encuentra embarazada de pronto y ante el anuncio de que se trata del hijo de Dios y que deberá tenerlo a pesar de que le causará un gran dolor, se proclama felizmente esclava y súbdita del tirano celestial, y mágicamente conserva su sacrosanto himen intacto luego de que Jesús nace y hasta su muerte. (Si bien la Biblia habla repetidas veces de los hermanos de Jesús, la Iglesia Católica descuenta esas obvias menciones como casos en que la palabra hermano no quiere decir hermano.)
Y finalmente José, el padrastro, que no sólo debe afrontar el hecho de que su joven novia virgen está embarazada sino que su hijo es Dios. Tan eclipsado queda que las Escrituras ni lo mencionan luego de los episodios de la juventud de Jesús, y la tradición quiere que haya muerto en algún momento sin haber podido ni deseado tocar a su esposa. José es alabado como santo en la Iglesia porque aceptó a un hijo ilegítimo y porque se mantuvo, según la tradición, totalmente casto.
Una familia donde el hijo único vive para una causa superior (el sacerdocio y el martirio parecen una buena aproximación) y donde el padre y la madre jamás tienen sexo: ése es el edificante ejemplo que nos ofrece la Iglesia. Claro está que lo del sexo es negociable, siempre y cuando se practique sin la menor intención de gozar; alguien tiene que gestar y parir a las futuras ovejas y a los futuros pastores…