«Una búsqueda en Google del nombre Matthew Shepard genera 11,9 millones de resultados. Matthew Shepard fue un estudiante universitario de 21 años que fue salvajemente golpeado hasta morir en 1998 en Wyoming. Su asesinato fue considerado un crimen por odio porque Shepard era gay. En el año 2002 Marya Stachowicz también fue asesinada brutalmente, pero las circunstancias fueron muy distintas. Mary, la amable y devota madre católica de cuatro niños, instó a su compañero de trabajo, Nicholas Gutierrez, de 19 años, a cambiar su estilo de vida gay. Furioso por esta exhortación, como luego dijo a la policía, el joven la golpeó, la apuñaló y la estranguló hasta causarle la muerte.»
Matthew Shepard |
Es mucho menos probable que el lector conozca o recuerde a Mary Stachowicz, asesinada por Nicholas Gutierrez, quien diría en su juicio que mató a Stachowicz en un ataque de furia porque ella no dejaba de molestarlo sobre su orientación sexual.
Ninguno de los dos crímenes son justificables en ningún sentido, pero claramente, no todos los asesinos son iguales. El crimen de Shepard fue premeditado; lo convencieron de subirse a un vehículo, lo llevaron al campo, lo torturaron quién sabe durante cuánto tiempo, lo dejaron a morir y luego ofrecieron excusas variadas, incluyendo que Shepard había hecho avances sexuales a uno de los asesinos (una justificación homofóbica tan común que ya tiene nombre propio). El crimen de Stachowicz fue, según todas las evidencias, la reacción espontánea y violenta de un joven con problemas psicológicos. Gutierrez diría en su juicio que el modo desdeñoso de los cuestionamientos de Stachowicz a su sexualidad le recordaba a su madre cuando lo golpeaba.
Las palabras del obispo son parte de la estrategia constante, y en ocasiones insultante, de autovictimización de la Iglesia Católica, que sus ministros practican en toda ocasión concebible, especialmente en aquellos lugares donde la Iglesia es de todo menos víctima. Stachowicz, la víctima, no hacía más que repetir —con la mejor intención, seguramente— el discurso discriminador de los jerarcas católicos, con tanta mala suerte que se topó con una persona mentalmente inestable que la golpeó, la apuñaló y finalmente la asfixió con una bolsa de plástico. Gutierrez no la mató porque fuese católica, ni siquiera porque fuese homofóbica, sino porque lo enfureció. No la torturó antes de matarla, ni le exigió nada antes de hacerlo. Tampoco planeó el asesinato. Sólo quiso borrarla, suprimirla de su vista.
El horrible crimen cometido por Gutierrez no será recordado de la misma manera que el asesinato de Matthew Shepard. En los anales del derecho penal, el asesinato de Mary Stachowicz es, lamentablemente, uno más entre miles de casos similares. La de Shepard, en cambio, fue una muerte planeada, prolongada, motivada casi con seguridad por el odio homofóbico, del cual muchos son víctimas pero muy pocos reconocidos como tales; un odio que —a diferencia de los contados casos de anticatolicismo violento en Occidente— no sólo cobra víctimas regularmente sino que cuenta con muchos voceros con amplia licencia social para propagarlo a los cuatro vientos sin cuidarse de las consecuencias. Como el obispo Paprocki, que aprovechó su relativización del caso Shepard para una conferencia en contra del matrimonio homosexual.
Matthew Shepard no fue un mártir. Probablemente nunca supo bien por qué estaba muriendo. Sin embargo, su muerte tuvo el efecto de exponer al público el hecho de que había personas que eran molestadas, abusadas o asesinadas por su orientación sexual. Los padres de Matthew fundaron, para combatir el odio que les había arrebatado a su hijo, una organización para fomentar la aceptación de la diversidad sexual.
Mary Stachowicz no es una mártir de la fe. Para su desgracia, se encontró frente a un asesino sin saberlo. Gutierrez podría haberla matado por cualquier ofensa, real o imaginada; el destino quiso que la predicación de Stachowicz tocara una fibra sensible y desencadenara el crimen, por el cual Gutierrez está pagando su justa pena. Se trató de un crimen sin sentido, que a nadie sirve ni puede inspirar nada, excepto, mezquinamente, a un jerarca religioso necesitado de personajes para su teatro de mártires.
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