Aunque otros habían tenido la idea antes, Darwin fue el primero que la desarrolló, la expuso, y demostró su validez con un inmenso cúmulo de observaciones recogidas por él y por otros en todo el mundo. La peligrosa idea de Darwin, como la llamó Daniel Dennett; posiblemente la idea más poderosa de todos los tiempos, como dijo Richard Dawkins, porque con un principio muy simple lo explica todo, o casi todo, en el campo de la biología. Reformulada, puede resumirse en una frase:
“Dado un tiempo suficiente, la supervivencia no aleatoria de entidades hereditarias (con ocasionales fallas de copia) generará complejidad, diversidad, belleza y una ilusión de diseño tan persuasiva que será casi imposible de distinguir de un diseño inteligente deliberado.”La evolución de las especies por selección natural (más algunos otros ingredientes) es una teoría que ha sido probada con éxito innumerables veces, hasta el punto en que ya no cabe sino llamarla un hecho. Sin embargo, y como ocurrió cuando Darwin la presentó, hoy hay un número considerable de personas que no la conocen o no la entienden, y dentro de éstos, una gran cantidad que no creen en ella por motivos religiosos y culturales. Y es que la evolución vino a completar la demolición del pedestal donde el ser humano se había colocado a sí mismo desde que tuvo capacidad de pensar.
El hombre primitivo tuvo que darse cuenta de que su país no era la Tierra, ni el ombligo del mundo, y que su raza, su tribu, era sólo una entre muchas (y la persistencia del nacionalismo y la xenofobia demuestran que esta transformación no ha terminado). Después tuvo que aceptar que la Tierra no era el centro del universo, que el Sol no era sino una estrella más, que la mismísima Galaxia era apenas un cúmulo de polvo en un universo inabarcable, y que el universo no había sido creado para nuestro disfrute o edificación.
Con la evolución, el proceso de destrucción de las presunciones humanas llegó al blanco más temido. Somos animales y primos de animales. Hace unos miles de generaciones compartíamos el planeta con otras especies inteligentes, parecidas pero no iguales a nosotros; como cualquier otro animal, pudimos haber sido exterminados por una glaciación, por una plaga, por otras especies. Y unos pocos millones de años atrás, un pestañeo en la escala geológica, nuestros antepasados eran seres que hoy no vacilaríamos en llamar bestias, simios peludos con una inteligencia que no superaba la de un chimpancé actual, si acaso.
Si pudiera rebuscar en mi árbol genealógico, eventualmente hallaría entre mis ancestros a una pareja de monos. Entre mi ascendencia y la tuya hay mamíferos cuadrúpedos parecidos a ratas, grandes reptiles, viscosos anfibios, antiguos peces acorazados, y cosas pequeñas y sin cerebro que ya no existen.
Para la cultura occidental cristiana y para la cultura islámica, producto de siglos de dominación de parte de las dos religiones más grandes del mundo, estas cosas son anatema. Ninguna de ellas ha aceptado la evolución; a lo sumo la toleran, como quien tolera un hecho molesto o vergonzoso pero indiscutible, evitando referirse a él o disfrazándolo con un manto de teología para excusar su aspecto. En las partes menos civilizadas del mundo, como el sur de Estados Unidos, la Península Arábiga o el centro del continente africano, donde las formas menos sofisticadas y más antiintelectuales de la religión son dueñas del espacio público, la evolución es atacada como culpable de todos los males del mundo, desde la inmoralidad sexual de los jóvenes hasta el colonialismo, desde la violencia en las calles hasta el Holocausto o las purgas de Stalin.
Los motivos de estas acusaciones van de los malentendidos razonables a las más ridículas distorsiones de la realidad histórica y científica. Mientras que tejer mentiras y exponerlas a un público ignorante es rápido, explicar sus raíces y desentrañar la falsedad en detalle llevaría un libro. Pero en este aniversario del nacimiento de Charles Darwin, sentí que había que reivindicarlo una vez más.
Darwin no es un modelo de conducta en todos los sentidos, desde ya, pero es un modelo para los científicos: metódico, prudente, consciente de su capacidad para el error, honesto hasta el punto de señalarle a sus futuros críticos dónde debían buscar para refutar y derribar su teoría. Esos críticos, aunque tenían cosas que decir en un principio, de un tiempo a esta parte se han convertido en todo lo contrario de este modelo: mentirosos e ignorantes, apresurados al denostar y al rehusarse a entender, cegados por sus creencias particulares, arrogantes en su fe inquebrantable, y sobre todo profundamente incapaces de ver en la naturaleza la majestad y el esplendor que Darwin encontró, excepto como una pálida reflexión de la gloria de un dios inexistente.
Dos siglos después de Darwin, todavía no hemos asimilado todo lo que su idea nos puso enfrente. Todavía nos consideramos, incluso inconscientemente, una parte distinta y especial del mundo. Nosotros, que venimos —como todo lo demás— del barro y del azar, nos debemos una revisión de todo nuestro sistema de valores, con tanta frecuencia basado en la ingenua concepción de que somos un escalón entre las bestias y los ángeles. El ancho mundo no nos pertenece, y ninguna esencia o privilegio especial nos puede salvar de nuestras propios errores, sino el entendimiento de quiénes somos y de dónde venimos.
Excelente artículo Pablo.
ResponderEliminarMe sorprendió que calificases al Sur de EEUU como "una de las partes menos civilizadas del mundo", pero en lo referente al tema del artículo, vaya que es cierto.
Todo hombre que tiene la intrepidez de anunciar verdades al mundo, está seguro de atraerse el odio de los ministros de la religión.
ResponderEliminarEl abad meslier es una fuente inagotable de citas, para todas las situaciones.
interesante página. Ah, ojo con la religión de la no religión y con sus días festivos como el día de Darwin
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