jueves, 30 de septiembre de 2010

Día de la Blasfemia

Hoy celebramos por segunda vez el Día de la Blasfemia, que conmemora la publicación de las caricaturas de Mahoma en el diario danés Jyllands-Posten y recuerda el precio que hay que pagar por permitir que fanáticos religiosos consigan para sus creencias una protección que ninguna idea merece, con la colaboración de políticos tibios, de ciudadanos temerosos y de una sociedad donde importa más la corrección política que las libertades básicas.

Casi cualquier cosa puede ser una blasfemia. Yo niego la existencia del Espíritu Santo; me queda claro que lo que inspira a los cardenales a elegir un papa en cónclave no es la tercera parte de la Trinidad sino la pura política; me río de las escenificaciones teatrales o de histeria espontánea que llaman “hablar en lenguas” a la manera de los Hechos de los Apóstoles; me causa desconcierto la idea de los creyentes de que el Espíritu guió la mano de los autores de la Biblia, esa masa de errores, fantasías, mitos mal coordinados y mentiras piadosas obviamente insertadas a posteriori. Y sobre todo, me niego a aceptar que haya un Espíritu Santo ante el cual yo tenga que rendir mi voluntad, pedir perdón y solicitar humildemente ser salvado. Esto, que no es gran cosa y a nadie hace daño, me convierte en un blasfemo y peor aún, en un pecador que no puede ser perdonado.

Pensar que Dios, si existe, es un desgraciado porque permite que sufran y mueran sus creaturas, puede ser una blasfemia. Dibujar distraídamente un garabato e imaginar que es el profeta Mahoma puede ser una blasfemia. Pronunciar o escribir el “verdadero” nombre de Dios puede ser una blasfemia. Entre la blasfemia y su prima cercana, la profanación, las religiones de todo el mundo mantienen una lista de cosas que van de lo ridículo a lo irrelevante y se dedican, cada vez que la ocasión se les presenta, a denigrar a quienes hacemos o decimos esas cosas; cuando están en minoría, se victimizan y piden respeto y tolerancia; cuando están en mayoría, piden castigo, y no pocas veces lo llevan a cabo por su cuenta.

Parece increíble que haya que repetirlo, pero hay muchos que consideran que la ofensa a la religión puede justificar moralmente al agresor que reacciona contra quien ofende. A mí me queda claro que la máxima reacción admisible es la contraofensa: si te burlás de lo mío, yo me burlo de lo tuyo. O hago una misa de desagravio, qué sé yo. Pero no voy y quemo tu casa ni te envío mensajes amenazadores ni convoco a una turba para azuzarla en tu contra. La justificación del agresor ofendido sigue la misma lógica que la de quienes justifican a un violador porque su víctima estaba vestida provocativamente. Es una bajeza y una cobardía. Somos seres humanos, no bestias irracionales (no todo el tiempo, al menos): quien no puede controlar su instinto agresivo ante un estímulo externo debería ser encerrado en una institución psiquiátrica.

El Día de la Blasfemia no existe para insultar gratuitamente a nadie (incluso aunque lo merezca…) ni para provocar sin razón a quienes, mal que nos pese, pueden sentirse ofendidos. Su propósito es dejar bien claro a todos que la blasfemia no es un delito, sino un derecho, enmarcado en la libertad de expresión. Ningún grupo de individuos tiene derecho a suprimir el discurso o coartar las acciones de otros porque ofendan a sus creencias. El tiempo de imponer tabúes religiosos a la ley civil ya pasó.

La foto que ilustra este post es, como el año pasado, una obra de JAM Montoya.