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Guillermo Cartasso |
Los lectores que no sean argentinos ni vivan en este país quizá precisen alguna aclaración. La Iglesia Católica es la única religión que figura en la Constitución Nacional. El estado le paga el sueldo (un muy buen sueldo) a los obispos y subvenciona abundantemente a las escuelas privadas confesionales: es decir, nuestros impuestos pagan los gastos de funcionarios religiosos designados por una monarquía teocrática extranjera, y ayudan a la propagación de la doctrina religiosa oficial de ese gobierno extranjero (con frecuencia contraria a la política de nuestro estado). Más del 90% de los argentinos se bautizan por iglesia, y la mayoría de los que se casan lo hacen por iglesia además de por el trámite civil (y pagan a la iglesia por flores, alfombra y ceremonia). Cada vez que se intenta dar un paso progresista en el terreno de los derechos de la mujer, de los derechos sexuales y reproductivos, de los derechos de las minorías sexuales o de la laicidad del estado, la Iglesia no tiene siquiera que levantar la voz y ya tiene a su alrededor a toda una constelación de medios pidiéndole respetuosamente su opinión, a políticos de casi todos los partidos haciéndole reverencias y prometiéndole concesiones, y a opinólogos y académicos apoyándola desde diarios, televisión, universidades, organizaciones no gubernamentales e instituciones dependientes de la misma Iglesia. El mismo Cartasso hizo sus declaraciones durante unas jornadas celebradas en una universidad privada católica, en una provincia donde hubo recientemente tres días seguidos de feriado religioso, donde el ministro de Educación es un Opus Dei y los niños tienen clase de religión en las escuelas públicas.
Dicho esto, lo que realmente preocupa a Cartasso queda más claro. Los católicos no son minoría, salvo que contemos como católicos sólo a los que respetan a rajatabla los preceptos emanados del Vaticano (en cuyo caso el catolicismo estaría ya en minoría en todo el mundo, probablemente incluyendo al mismo Vaticano). La discriminación religiosa —verse descalificado de hablar o actuar, o privado de derechos, por causa de la propia creencia— es infrecuente en Argentina, y la discriminación a católicos por su fe es pura fantasía.
Salvo que uno defina discriminación como ciertos límites sensatos que la Iglesia ve como obstáculos. A esto se refiere Cartasso cuando alude a la necesidad de una ley de objeción de conciencia: lo que desea es que los católicos tengan la libertad de no cumplir las leyes que ellos consideren que “no contribuye[n] al bien común”. ¡Son discriminados porque no se les permite violar la ley! ¡Son víctimas de una injusta prohibición de discriminar!
La preocupación, aunque sobreactuada, es entendible. En el debate por la ley de matrimonio igualitario, algunos legisladores basaron su voto negativo en la doctrina cristiana, pero la mayoría de los creyentes ensayó una variante de “soy católico pero…”, y se observó un consenso importante en torno a la noción de que la doctrina o las convicciones religiosas no son material admisible en una argumentación seria. El avance hacia un estado laico es lento y con tropiezos, pero ya es visible y los lobbistas de la Iglesia lo saben. Pero que no se preocupen los católicos: cuando desde el otro lado hablamos de tolerancia y no discriminación, lo decimos en serio…, no como Guillermo Cartasso.