lunes, 8 de noviembre de 2010

Los cátaros - La herejía perfecta (parte 1)

Los cátaros, de Stephen O’Shea, es un librito fascinante sobre la creencia dualista que floreció en el suroeste de Francia en la segunda mitad del siglo XII y el comienzo del siglo XIII.

El subtítulo (La herejía perfecta) refiere al título con que sus enemigos designaron a los creyentes más comprometidos; no significa aquí inmejorable o infinitamente bueno, sino completo, terminado (en el mismo sentido técnico en que se usa al decir “pretérito perfecto” para designar una acción finalizada). Perfectos eran aquellos cátaros que habían recibido de algún otro el consolamentum, especie de sacramento, y que habían adoptado la forma de vida cátara en su plenitud, comprometiéndose a ayunar con frecuencia y privándose voluntariamente de consumir carne y de tener relaciones sexuales, entre otras formas de ascesis. Para los encargados de juzgar y condenar la herejía, eran “herejes perfectos”, completos, a los que no les cabía la misericordia que se podía conceder a los meros simpatizantes. Estos últimos, los credentes, eran mucho más numerosos.

Ni perfecti ni credentes utilizaban esos nombres para referirse a sí mismos, ni tampoco la denominación de “cátaros”, que según la etimología tradicional proviene del griego καθαρός (katharós), “puro”, aunque es plausible que se relacione con el latín cattus “gato” o alguno de sus derivados romances; a los cátaros, como a las brujas, se los asociaba con el gato como símbolo del demonio o como parte de ceremonias obscenas.

En algún sentido se puede especular que la herejía cátara en realidad no era tal, puesto que se alejaba tanto de la ortodoxia que en realidad podría ser una religión distinta. Los cátaros creían que el mundo material había sido creado por un demiurgo o dios malvado; la Tierra era así el único verdadero infierno. El Dios bueno habitaba en el cielo, al que sólo podían llegar los espíritus de los hombres que lograran desprenderse de los deseos carnales. Los perfectos, si mantenían ese estado, podrían al morir evadirse de la prisión del cuerpo y del mundo material; los demás estaban condenados a reencarnarse una y otra vez. El dualismo o maniqueísmo (creer en dos dioses opuestos) era tan herético como la creencia en la reencarnación, pero además los cátaros consideraban:
  1. Que el consolamentum (que transmitía el estado de perfección) sólo valía en tanto el perfecto que lo administrara fuera moralmente correcto (donatismo);
  2. Que el cuerpo de Jesús crucificado no había sido real, sino una mera apariencia o ilusión (docetismo);
  3.  Que Cristo era un espíritu puro sin cuerpo, de naturaleza exclusivamente divina y no una unión de humana y divina (monofisismo).
La influencia donatista era especialmente alarmante para la Iglesia Católica. La mayoría de los sacerdotes, y más aún los obispos, llevaban una vida obscenamente disoluta a la vista de los fieles; la idea de que la inmoralidad conllevaba la pérdida del poder sacramental era una amenaza al orden social. La amenaza del dualismo era más insidiosa. Aunque la Iglesia se la pasa advirtiendo a los pobres y crédulos sobre el poder del demonio y la necesidad de no aferrarse a las cosas de este mundo, el cristianismo considera que Dios creó el mundo y que todo lo creado era originalmente bueno (y puede servir para un buen fin). Para los cátaros, todo lo creado por el Demiurgo es malo y debe ser rechazado: el dinero, la comida, el lujo de cualquier clase, el sexo, el poder terrenal. Cosas que sus enemigos disfrutaban y a las cuales no estaban dispuestos a renunciar. Más subversivo todavía era que los cátaros respetaban al pie de la letra la advertencia de Jesús sobre los juramentos, y sin estas promesas de lealtad divinamente sancionadas se derrumbaba la estructura de vasallaje que mantenía precariamente unida la sociedad feudal.

Continuará…

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