martes, 9 de noviembre de 2010

Los cátaros - La herejía perfecta (parte 2)

Continúo la reseña del libro Los cátaros, de Stephen O’Shea.

La historia de los cátaros es, sobre todo, la historia de su destrucción. A partir de las implicaciones de su doctrina uno podría imaginar por qué la Iglesia decidió terminar con ellos, sin tener que achacárselo exclusivamente a la intolerancia dogmática: los cátaros eran subversivos del orden establecido. No obstante, incluso este abogado del diablo tiene que atender razones. Un hilo conductor recorre la narración que hace O’Shea: una progresión casi constante que comienza con un territorio pacífico, próspero, orgulloso de sus raíces locales, diverso y tolerante, y termina con una tierra devastada, sometida a la indignidad, a un poder extranjero y a la intolerancia y el terror.

Este escenario principal es el Languedoc, región situada al suroeste de la actual Francia, limitada por el litoral mediterráneo, los Pirineos y la región de Provenza. Gobernado por una complicada red de señores feudales, el Languedoc tenía más lazos culturales con sus vecinos de Aragón y Cataluña que con el reino francés, gobernado por los Capetos y confinado más o menos a la moderna Île de France.

A fines del siglo XII los señores del Languedoc venían desoyendo desde hacía tiempo las admoniciones papales sobre los herejes (y provocaban escándalo también tolerando que los judíos tuvieran propiedades y emplearan a cristianos). El Papa Inocencio III resolvió hacer valer el poder de la Iglesia ante el avance de la sociedad burguesa y de los incipientes estados nacionales; entre muchas otras operaciones políticas, autorizó la prédica de Domingo de Guzmán (quien luego sería Santo Domingo) y envió legados (representantes plenipotenciarios) a los feudos del Languedoc para luchar dialécticamente contra los herejes y a la vez incentivar su persecución legal por parte de los señores locales. Pero ninguno de ellos, empezando por el más importante, el conde Raimundo VI de Tolosa, mostró interés. En 1208 fue asesinado uno de los legados, Pierre de Castelnau, en circunstancias dudosas. Inocencio III decretó entonces la llamada Cruzada Albigense (por el nombre de Albi, ciudad del Languedoc notoria por su tolerancia a los herejes).

La cruzada apenas merecía ese nombre: se trataba de nobles cristianos (mayormente vasallos de Felipe II de Francia) atacando el territorio de otros nobles cristianos, poblado en su inmensa mayoría por cristianos completamente ortodoxos. El primer gran enfrentamiento fue el infame asalto a la ciudad de Béziers. La tradición cuenta que, al preguntársele —antes de atacar— al legado papal Arnaud Amaury cómo diferenciar a los cristianos ortodoxos de los herejes, el mismo respondió “Mátenlos a todos. Dios reconocerá a los suyos.” La tremebunda frase ha sido puesta en duda por los apologistas católicos que achacan toda revelación de crueldad eclesiástica medieval a una “leyenda negra”, aunque es de notar que quien con toda probabilidad inventó la frase, un monje cisterciense, era un cronista favorable a la cruzada que nada tenía que ganar difamando a Amaury. En todo caso, como dijo O’Shea, el legado del Vicario de Cristo no hizo nada, que sepamos, para evitar la masacre que siguió, en la cual murieron entre quince y veinte mil personas, incluyendo unas mil que se habían refugiado aterrados en la iglesia de Santa María Magdalena. Los cruzados mataron indiscriminadamente (como el legado relató luego con aprobación al Papa en una carta) a jóvenes y ancianos, hombres, mujeres y niños, la mayoría católicos y por supuesto no combatientes, y luego saquearon e incendiaron la ciudad.

Béziers

A continuación de Béziers siguió el sitio de Carcasona, ciudad fortificada bajo el gobierno del conde Raymond Roger de Trencavel. El rey Pedro II de Aragón, de quien Trencavel era vasallo, se hizo presente para negociar y se retiró con las manos vacías. Los habitantes de Carcasona tuvieron mejor suerte que los de Béziers: se los obligó a abandonar la ciudad, a pie y sin llevar nada encima excepto la ropa que tenían puesta. Otras ciudades fueron cayendo. En Bram, los cruzados aceptaron la rendición y luego le arrancaron los ojos y les cortaron las narices a sus cien defensores, a los que expulsaron al campo guiados por uno de ellos (al que sólo habían dejado tuerto). En Minerve, luego de un largo asedio, hicieron salir a los 140 perfectos cátaros que se habían refugiado allí y los quemaron vivos todos juntos. En Lavaur, frente a la ciudad derrotada, quemaron vivos a cuatrocientos cátaros mientras el obispo de Tolosa hacía cantar un Te Deum.

La cruzada continuó con idas y venidas, traiciones y ruindades, que no caben relatar aquí. Los condados del Languedoc fueron sometidos y liberados varias veces. En 1229 Raimundo VII, hijo del anterior conde, se vio obligado a firmar un tratado que ponía todas sus tierras en manos del rey de Francia y a humillarse siendo azotado públicamente en la recién construida catedral de Notre-Dame.

Continuará…

2 comentarios:

  1. Simplemente terrible! Y lo que más asco me da es el negacionismo -decir que todo es una leyenda negra o una campaña de difamación- que es cerrar los ojos, creer que los cristianos son buenos y coherentes. Aún hoy aprueban las masacres, el concepto de guerra justa justificó la invasión a Irak y Afganistán, por lo que no se puede decir que el cristianismo no tenga nada que ver en la actual violencia de Oriente Medio.

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