Termino con mi pequeño ensayo sobre cómo los elementos moderados de la religión funcionan como sustento y dan legitimidad a los fanáticos.
Decía que los creyentes moderados pueden apoyar implícitamente a los fanáticos por omisión (dejar hacer sin enterarse o sin protestar) o a causa de una identificación con los fanáticos, generalmente alentada por la autovictimización de los mismos.
La respuesta tiene que apuntar a ambas formas de legitimación. Los moderados que se identifican con los radicales en ciertas ocasiones son probablemente una minoría poco informada, aunque visible. Son los que se pliegan a las campañas de indignación y desinformación, los que envían cartas de lectores a los diarios, los que quizá se acerquen a participar de una manifestación. Es difícil convencer a una persona creyente y crédula con un umbral de indignación bajo y mucho tiempo libre de que esta clase de apoyo a los fanáticos no es justificable, pero al menos hay que tratar de que vean las cosas desde un punto de vista distinto y entiendan que hay una gran desproporción entre, por ejemplo, una burla grosera contra el Papa y una paliza propinada al burlón. Por algo la ley, en los países civilizados, permite lo primero y castiga lo segundo.
Contra los moderados que callan la estrategia se presenta más complicada, porque éstos son una mayoría que suele ser completamente ajena a las controversias religiosas a menos que salgan en primera plana de los diarios, y a veces ni siquiera eso. Aquí los medios masivos de comunicación tienen un rol que cumplir, exponiendo los hechos como son y llamando las cosas por su nombre.
Lamentablemente, en estos días el ejercicio del periodismo consiste en simplificar, exagerar y cubrir las cuestiones espinosas con eufemismos, y más aun en la TV, que es el medio más popular. En la TV ya casi no hay periodismo de opinión, ni se contrastan hechos, ni se recurre a los archivos; sólo se proyectan imágenes acompañadas de descripciones obvias, y ocasionalmente se crea una apariencia de debate llamando a las partes en controversia por separado para que digan algo en dos minutos. (Esto dificulta que el público en general debata sobre todos los temas, no sólo los religiosos.) Un debate con un oponente sensato es una buena forma de hacer emerger lo peor de los fanáticos, pero para eso debe haber un foro suficientemente abierto y un moderador que no tenga miedo de, por ejemplo, permitir hablar a un secularista y a un obispo de igual a igual, sin títulos honoríficos ni deferencias especiales.
En último término, los "moderados" deben reconocer que tienen una responsabilidad y que deben protestar en voz alta contra los abusos de los fanáticos de su misma religión. Cuando un fanático viola la ley, el sistema puede actuar; pero para todo lo demás nos queda sólo la presión social. Los elementos radicales de todas las religiones deberían sentir la presión y el cuestionamiento de sus respectivas comunidades. No basta con pronunciamientos a posteriori, ambiguos o matizados, por parte de líderes religiosos que quieren salvar su imagen; las masas de creyentes son las que deben trazar la línea y dejar a los fanáticos afuera.