No es en realidad noticia, ni en Argentina ni en ninguna parte del mundo, pero no deja de merecer que estemos alerta: la Iglesia continúa intentando bloquear las iniciativas de educación sexual que no conformen con su particular visión de la persona.
El artículo de hoy es de Página/12 y se llama El parto más difícil; junto con sus varias subnotas cubre el tema de las leyes de educación sexual y otras que intentan que todos los ciudadanos del país sepan cosas básicas sobre sus cuerpos, sus sentimientos y sensaciones, su identidad como seres sexuados, y también el hecho de que otros ciudadanos son distintos en este terreno y que no está necesariamente mal que lo sean, aunque no nos caiga bien.
En algunas provincias hay leyes de educación sexual, de variada índole, y programas de salud sexual y procreación responsable; también hay proyectos de currículas escolares donde se especifican temas como la perspectiva de género. Pero casi todo está solamente en papel, como en Santa Fe, cuya anterior Ministra de Salud, Silvia Simoncini, se encargó de que la ley existente no se aplicara, o que se aplicara a medias. Porque mandar cargamentos periódicos de preservativos (y con las consabidas "pérdidas por el camino") a los centros de salud no es una política de salud reproductiva.
Pero volviendo al tema de la educación, hay problemas y problemas. Problemas menores, cuestiones a discutir, son ciertos contenidos "extremos" (a decir off the record de cierto funcionario), y cosas como la edad de comienzo y si se da educación sexual en una o dos clases o materias separadas (como está dicho en la ley santafesina), o bien entretejida con toda la currícula (como dice la ley porteña).
Un problema más peliagudo es la participación de los padres y la injerencia de las instituciones educativas. A estos agentes no se les consulta sobre la currícula de historia o de biología (en general) pero claramente enseñar cómo germina un poroto no es lo mismo, socialmente hablando, que enseñar cómo un óvulo llega a ser fertilizado y se transforma en un bebé. Podría serlo, quizá, si se desdramatizara el proceso, que no deja de ser una cosa absolutamente natural desde el momento en que los espermatozoides ingresan por el canal apropiado y hasta que el susodicho bebé efectúa su salida por el mismo canal nueve meses (más o menos) después.
Pero debido a que la Iglesia Católica (por nombrar a la más grande y molesta de las instituciones de su clase) considera que tiene injerencia en todo este proceso tanto como en las etapas anteriores y posteriores, lo que debería ser una cuestión relativamente simple se transforma en un gran problema, y sorprendentemente se llama a sus referentes a opinar. De hecho, a veces la Iglesia toma directamente el lugar del gobierno, como en La Rioja, donde técnicos institucionalmente católicos se encargaron de redactar las objeciones oficiales al proyecto de dictamen de educación sexual.
Como la Iglesia sabe que sus ideas fijas sobre los roles del hombre y la mujer y sus relaciones son inaceptables para el común de la gente (al menos para la mayoría de los menores de 100 años), emplea como escudos a los niños y a sus padres. No está bien, dicen, que los niños reciban instrucción que contradiga los valores de sus padres, y que sus padres no tengan voz ni voto sobre lo que les enseñan a sus hijos en la escuela.
Esto es de una hipocresía incomparable; pregunten, si no, a cuántos padres les consultó alguien si querían que sus hijos recibieran clases de religión católica en la escuela pública en la época, no muy lejana, en que la Iglesia y el Estado estaban más cariñosos uno con el otro, tanto en la Argentina de la última dictadura (y la de antes de que Perón legalizara el divorcio) como en la España de Franco. Como suele ocurrir, cuando el antiguo noble pasa a ser un plebeyo, de pronto le empiezan a importar los derechos de los oprimidos, que antes aplastaba sin contemplaciones.
En fin, que la ley de educación sexual no termina de salir. Siete meses, de febrero a septiembre de 2007, trabajaron un grupo de expertos para delinar la currícula de estudios. Expertos, dice el diario, que incluían a una representante de las iglesias evangélicas (sí, de ésas donde los pastores prohíben a las mujeres dejarse el cabello corto y ponerse jeans), un rabino (de esa religión medio-oriental que predica que la salvación del hombre depende de que se mutile su pene al nacer y se deje barba al crecer), y una integrante del Consejo Superior de Escuelas Católicas (de ésas donde se enseña que el preservativo es pecado y que el método Billings, que tiene una tasa de fallos típica del 20–25%, es lo mejor de lo mejor).
Entiendo que estas personas no son los representantes más extremos de sus respectivas sectas religiosas. No son fanáticos ignorantes, tienen un background en el tema a tratar, tienen estudios que los habilitan. Pero está claro que los llaman por su pertenencia a una religión, y no sólo eso, por ser referentes de una religión o secta influyente: es decir, por realpolitik, no por razones académicas. No para que la ley sea una buena ley, útil para los niños a los que se quiere enseñar, útil para que sepan (por decir algo) cómo no embarazarse la primera vez que tienen sexo, o cómo decidir sensatamente cuándo quieren tenerlo. No, no, no. Todo eso es secundario. Estas personas fueron llamadas a discutir en pie de igualdad con los expertos porque el Estado decide subordinar las decisiones académicas y científicas, y con ellas el bienestar de nuestros chicos, a un grupo de interpretaciones particulares de las "sagradas" escrituras de tres sectas de dos religiones nacidas de una fuente perdida en las brumas de la historia.
Y como era de esperarse, a último momento los católicos decidieron que el "derecho" de los padres a mandar a indoctrinar a sus hijos en sus arcaicos prejuicios era más importante que la libertad de esos hijos para recibir la información que van a necesitar en el futuro, que todos necesitamos, para ser felices con nuestra(s) pareja(s), solos/as, y con tantos o tan pocos hijos e hijas como queramos concebir. Se retiraron sin firmar. Y ahí anda la ley, irónicamente, en la dulce espera.
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