El 25 de marzo es el Día del Niño por Nacer, día conmemorativo que la presión de la Iglesia Católica sobre los gobiernos de un puñado de países logró hacer aprobar, con el objetivo más o menos explícito de mostrar quién tiene el poder para definir la vida y la muerte. Y hablo de presión sobre gobiernos y no de consenso de los pueblos, porque a pesar de la influencia de las ideas medievales cristianas en nuestra cultura, en la gran mayoría de los países americanos y europeos una proporción significativa de la gente aprueba el aborto en ciertas circunstancias.
El nombre del día, desde el vamos, confirma lo absurdo de la idea católica sobre la persona humana, llamando "niño" al producto de la unión de un espermatozoide y un óvulo humanos aunque no sea más que un puñado de células. La mentira de que la ciencia ha confirmado que el embrión es una persona se repite en las páginas católicas... A la ciencia, que durante tantos siglos fue sometida o suprimida por la religión, y que aun ahora es despreciada como mero complemento de la fe, se la pinta como viniendo al rescate de esta doctrina extrema, ridícula.
La ciencia puede, a lo más, decirnos cuándo el producto de la concepción comienza a tener cerebro, cuándo comienza a sentir dolor y placer, cuándo está listo para sobrevivir en el mundo exterior... No es mi propósito aquí justificar científicamente la legalización del aborto. Es posible utilizar argumentos científicos, pero en último término la discusión sobre cuándo un embrión o feto humano pasa a ser una persona con derechos es una que tenemos que plantearnos como sociedad. La Iglesia se arroga una posición superior a la del consenso social, a la de la representatividad democrática, a la de la medicina, la sociología, la psicología: todo queda supeditado a una postura inflexible y sin justificación fuera de la estructura cerrada de la doctrina católica.
Para seguir con esto, los medios católicos amontonan otras verdades a medias y falsedades, citando, por ejemplo, estudios y afirmaciones que muestran que las mujeres que abortan se suicidan más y padecen más enfermedades mentales. Esto es muy probablemente cierto, y no es sorprendente, ya que abortar va en contra de un instinto biológico básico y del lazo corporal y psicológico que toda madre crea con el embrión o feto en desarrollo. Pero el punto fundamental sigue sin tocarse: la mujer aborta porque siente que debe hacerlo, por la razón que sea. Se la debe aconsejar para que pueda decidir sin presiones externas; llamarla "asesina" no le soluciona nada, y engañarla con promesas vacías, tampoco.
Los antiabortistas usan contra las mujeres en esta difícil situación lo peor de su arsenal: insinuaciones del dolor y el horror del "bebé", imágenes gráficas de fetos ensangrentados, historias de "niños no nacidos" triturados, extraídos del útero y arrojados a la basura, testimonios de mujeres desesperadas porque se arrepintieron de abortar y viven con el estigma del "infanticidio"... Por otro lado estos mismos antiabortistas, en tono cariñoso, le aseguran que el bebé puede ser dado en adopción, o la instan al sacrificio (ah, cómo les gusta esta palabra), el sacrificio de quitarse la comida de la boca, perder las oportunidades de educación, trabajo y autorrealización, perder a su pareja, cargar a su familia extendida con la obligación de cuidar a un niño... y le hacen creer que este sacrificio es loable y deseable a los ojos de Dios.
Con esta confusión, con esta tortura, ¿cómo no van a sufrir las mentes de esas mujeres? Los antiabortistas se llaman a sí mismos "pro-vida" pero nunca se ocupan de que esa "vida" sea una buena vida. Y nos llaman a los que nos oponemos a ellos (con cualquier matiz) "abortistas", "anti-vida", miembros de la "cultura de la muerte", como si nos encantara que tantas mujeres aborten, como si fuéramos matando niños por ahí. Ni hablar de que la mayoría de los abortos se evitaría si las mujeres tuvieran acceso a educación sexual y anticonceptivos, en vez de ser presa de gobiernos aliados a la Santa Sede y de sus servidores de hábito.
Sin más, entre los países que adhieren al Día del Niño por Nacer está Argentina, que lo adoptó de la mano de Carlos Menem, aquél que recibió una condecoración del Papa Juan Pablo II por su alineamiento automático con las políticas más reaccionarias del Vaticano, mientras en nuestro país millones de niños (de verdad, no virtuales niños "no nacidos") pasaban hambre gracias a sus políticas neoliberales, sin que nadie los asistiera más que con limosnas. Menem nos colocó en los foros internacionales sobre población, control de natalidad y procreación responsable al lado de los países más religiosamente retrógrados del planeta. Fernando de la Rúa (católico conservador) continuó por ese mismo camino. Eduardo Duhalde, flanqueado por su influyente esposa, una fanática católica, lo mismo. La pareja Kirchner se ha limitado a pelearse con la Iglesia por cuestiones menores, mientras aseguran que nunca, jamás, van a dejar que se legalice el aborto en Argentina, porque ellos creen que no está bien. Más claro imposible: a nuestros representantes no les importa lo que pensamos, sino lo que ellos personalmente creen.
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