Tanto la fe como la ciencia son auténticas vías de conocimiento, y por ende, son coordinables en diversos planos y niveles.¿Hace falta seguir leyendo? El diálogo entre fe y ciencia es un oxímoron, que los creyentes como éste tapan con capas y capas de retórica destinada a mostrar que la realidad (según la descubre la ciencia) no es tan real, sino que nos faltan los datos (¡extraídos de ninguna parte!) que brinda la fe.
La fe ha generado mucha pseudo-información, en la forma de teologías, teodiceas, hagiografías e interpretaciones múltiples (y contradictorias) de múltiples versiones de escrituras sagradas y de los dichos de papas, obispos, santos, rabinos, ayatolás, pero nada, en realidad, de conocimiento.
Nada de lo que llamamos conocimiento en el sentido más común proviene de la fe. La teoría de la gravedad, la teoría de la evolución, la teoría de los gérmenes como productores de enfermedades, las teorías que permiten predecir el clima, construir edificios a prueba de terremotos, ir al espacio o bajar hasta las profundidades del mar; los conocimientos que hacen que vivamos más y mejor, que nos comuniquemos instantáneamente con seres queridos a miles de kilómetros, que disfrutemos de la música de Bach o de Beethoven mientras volamos entre continentes..., todo eso ha ocurrido sin que la fe religiosa aporte un grano, una pizca, de nada. Y no puede hacerlo sencillamente porque es un discurso vacío, sobre objetos hipotéticos o leyes arbitrarias, sin base, sin razón.
Que puede inspirar, sí. Que puede motivar, que puede ser excusa para algunas buenas acciones, seguro. Pero ¿llevar al conocimiento? No, a menos que “conocimiento” sea cualquier estructura más o menos plausible que una mente humana, sin límites racionales, pueda conjurar de sus caprichos para sentirse bien, o para sentir que comprende un poco mejor el universo.
La ciencia no nos puede dar todas las respuestas. El error de los creyentes es suponer que la fe sí puede hacerlo sólo porque así lo proclama.