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Arzobispado de Rosario |
Evidentemente el asunto de la apostasía no es novedad pero tampoco una curiosidad; la religiosa entendió perfectamente de qué se trataba y sin titubear fue a avisar al notario. Unos diez minutos después salió un cura pelado, rosadito, de anteojos y escrupulosa sotana, que nos pidió que le diéramos nuestros DNI para ir confeccionando las actas. Se los llevó y volvió al rato; nos hizo pasar a otra gran sala y de ahí a una oficina, donde nos sentamos frente a él y escuchamos la lectura de un “acta de defección formal de la Iglesia Católica”, que detallaba las implicaciones de nuestro acto y dejaba en claro que lo habíamos hecho por voluntad propia, etc. Firma, aclaración, tipo y número de documento al pie, y listo: he tardado más pagando con tarjeta en el supermercado que condenándome (salvo inescrutable intervención divina) al infierno. De regalo nos llevamos una excomunión latæ sententiæ, vale decir, quedamos excomulgados sin necesidad de que ningún obispo lo declare, por el solo hecho de haber renunciado a la fe católica.
Al día siguiente llegó a casa una cartita confirmando que “se ha mandado consignar en su partida de bautismo su abandono formal de la fe católica”. ¿Quién dice que los tiempos de la Iglesia son lentos?
La fluida formalidad, esa límpida burocracia, la administratividad del proceso se me hizo graciosa, insatisfactoria. Fue un gran anticlímax. El acta de defección estaba correcta hasta en los puntos y las comas; no hubo en lo escrito ni en lo hablado una palabra fuera de lugar, un cuestionamiento, una sospecha, un anhelo. En broma puedo decir que esperaba monjitas agitadas y desmayadas, exhortaciones del cura en tono paternal, miradas de duro reproche, una entrada dramática del mismísimo arzobispo. No, la verdad que no. El pro-notario coronó esta plana tragicomedia diciéndonos, él a nosotros, “muchísimas gracias” (no sólo gracias sino muchísimas), lo cual tiene sentido sólo como un agradecimiento por disociar nuestras impías personas del seno de la Madre Iglesia, pero dudo que fuera ésa la idea.
Hasta ahí la decepción, que no fue para tanto. Lo bueno es que el trámite fue eso, un trámite: se envía una carta al arzobispado, una semana después a más tardar el arzobispado lo cita a uno (en un horario complicado para muchos, eso sí); uno va el día que puede y se va media hora o 45 minutos después con la seguridad de que la Iglesia ya está avisada de su rechazo.
Ahora falta el broche, que es la anotación en el libro de bautismos de mi parroquia y el correspondiente aviso al interesado, acompañado de una fotocopia del susodicho registro. Esto puede tomar una semana o un mes, pero es cuestión de tiempo.
Así pues, el proceso es sencillo y, con la única excepción de que puede ser inconveniente ir un día laborable por la mañana a esperar por un tiempo indefinido a un funcionario, cualquiera puede comenzarlo y terminarlo rápidamente, sin gastos significativos, y sin escándalo.
Lo que sigue es cuestión personal. El valor de la apostasía formal, además del activismo ejemplificado por la campaña de Apostasía Colectiva, es el de dar una oportunidad de charlar con familia, amigos y conocidos sobre un tema a la vez serio y trivial. Es trivial constatar que la mayor parte de nuestros contactos sociales son católicos sólo de nombre y que incluso los practicantes pasan por alto las doctrinas eclesiásticas más conflictivas. Es serio darse cuenta de que casi ninguno de ellos se considera responsable, en una mínima parte, de mantener a la Iglesia en el lugar privilegiado como grupo de presión donde se encuentra. Es trivial mostrar desacuerdo en una mesa con amigos; es serio no expresar ese desacuerdo donde importa.
Para mí el proceso de apostasía ha estado cruzado por la ambigüedad. Por un lado uno quiere que todo vaya rápido y sin sobresaltos; por el otro, no quiere que pase desapercibido. “Me desbauticé” no es un comienzo muy potable para una conversación casual en el trabajo o con los amigos. Quienes tenemos un blog o un grupo grande de seguidores en una red social podemos compartir algo, pero no es lo mismo. Queremos que se sepa pero no podemos gritarlo a los cuatro vientos. Queremos que se lo tome como una pequeña pero importante contribución a una causa en la que creemos; no queremos que se tome como una agresión ni como un acto de rebeldía patético. Queremos, en resumen, que alguien nos pregunte con genuino interés por qué lo hicimos. Esto, que tan sencillo parece, está fuera del alcance intelectual y emocional de la mayoría de la gente (incluidos nosotros mismos, frente a otras circunstancias).
Eso fue lo que le faltó a mi acto de apostasía formal. El amable funcionario de sotana no tenía interés alguno en saber qué movía a esas personas que tenía en frente a renunciar a la fe que (para él) es la única garantía de la salvación eterna. Aceptó nuestra defección, nuestra excomunión autoinfligida, sin ninguna pregunta. ¿Tendría alguna acaso, junto con instrucciones superiores de no indagar, de cerrar el tema con rapidez y delicadeza para no atraer un posible escándalo? ¿O estaba pensando en papeles, en llamados de teléfono por hacer y en la hora de salida? A la vez que tantos hábitos y sotanas, tantas vírgenes y cristos pintados remarcaban el carácter de la institución, el arzobispado me pareció un sitio de trabajo de escritorio, lento y aburrido; no un lugar desde donde se organiza la salvación de las almas sino el asiento de una estructura de meros signos y ritos. Una razón más para irme —pienso ahora— sin mirar atrás.