Nos cuenta ACI Prensa que en una declaración firmada en el monasterio benedictino de Montserrat (España) "Líderes religiosos y civiles internacionales invitan a no relacionar religión con violencia". Dicha sugerencia está precedida y seguida de las acostumbradas buenas intenciones insustanciales y las referencias sentimentales a los valores supuestamente compartidos por todas las religiones. La idea parece resumirse en que las religiones (sin importar los detalles doctrinarios) hablan de cosas positivas como la fraternidad y la solidaridad, y eso es lo que verdaderamente importa.
Esto viene a cuento porque constituye una de esas tibiezas a las que el multiculturalismo y la postmodernidad nos han acostumbrado, y que se han transformado en obligación social especialmente en Europa. Estas concesiones políticamente correctas terminan enfureciendo tanto a los creyentes fanáticos de una religión como a los que no creemos en ninguna de ellas, porque desde luego, es falso que todas las religiones compartan valores básicos, o bien, las formas en que los expresan son absolutamente incongruentes.
Otro debate pasa por considerar una religión como un conjunto de reglas o normas abstractas, una filosofía que flota impoluta sobre la realidad concreta. Aquí los apologistas de la religión (de la fe religiosa en general) siempre tratan de quedarse con lo mejor. En un caso, lo malo que hagan las personas religiosas se les adscribe a los defectos individuales excluyendo toda influencia de sus creencias, que se suponen siempre "buenas". Por ejemplo, cuando un terrorista musulmán se hace volar en medio de una calle israelí, es porque estaba enfermo de odio o por venganza, no porque haya seguido la doctrina coránica sobre el martirio; ya que "el Islam es una religión de paz". O bien, cuando un sacerdote católico abusa sexualmente o simplemente viola a docenas de niños durante años sin ser castigado, nada tienen que ver el la abstinencia forzosa y la presión para reprimir los impulsos y pensamientos sexuales que le impone la Iglesia, porque "la Iglesia es santa aunque sus miembros sean pecadores". Por el contrario, cuando una persona con conocida pertenencia religiosa, o por motivos que pretenden ser de fe, hace una buena acción, entonces los defensores de la religión salen en hordas a reclamar el mérito.
Así, cuando estos formadores de opinión se salen con la suya, la religión siempre gana: lo bueno es "gracias a", lo malo es "a pesar de". (Esto me recuerda a la adoración que los argentinos profesan por ciertos jugadores de fútbol, a los que se les atribuye el triunfo cuando ocurre, y se les rescata por su esfuerzo cuando el equipo sufre una derrota. Pensándolo bien, el fútbol es la verdadera religión nacional argentina. Pregúntenle a Diego Maradona si no: un ídolo que se creyó tanto esta esquizofrénica admiración, que terminó por caerse muy duro de su pedestal.)
La realidad es que, por mucho que se esfuercen estos líderes religiosos, los que tenemos un cierto nivel de información sabemos hasta qué punto la religión fomenta, justifica, tolera o como mínimo se muestra ambigua ante la terrorífica violencia que vive nuestro mundo todos los días. Fomenta la violencia cuando predica doctrinas que ponen la pertenencia a una comunidad religiosa/étnica por encima de la vida misma; justifica la violencia cuando habla de guerras justas, cuando da la razón a los que responden a la crítica con amenazas de muerte y destrucción; tolera la violencia
cuando calla ante los poderosos que la ordenan; y se muestra ambigua cuando un día habla de paz, amor, reconciliación y fraternidad, y al otro manda a sus ministros a bendecir las armas.
Que no vengan a decir que la religión no se relaciona con la violencia. En el mejor de los casos, es indiferente. En muchos otros, su influencia es determinante y letal.
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