Muy buena la nota aparecida hoy en El País, "Política de Dios", reflexionando con pocas vueltas sobre la recepción de George W. Bush al Papa Benedicto XVI en su visita a Estados Unidos, que es, como bien dice, el encuentro entre los líderes de los dos imperios más poderosos del mundo, uno en el campo secular y el otro en el religioso.
Creería uno que el Papa, que aboga por la paz mundial (oponerse a la invasión de Irak desde el principio y en forma clara fue una de las pocas cosas buenas que hizo Juan Pablo II), no estaría tan feliz de visitar a quien inventó las razones para la invasión, la ordenó, y todavía hoy sigue comandando a sus ejércitos para destruir lo que queda de la dignidad iraquí. Mucho menos se entiende que el líder del Vaticano, que se opone a la pena de muerte en forma absoluta, le estreche la mano y bendiga a la persona que gobernó Texas, el estado que más sentencias de muerte ejecutó en los últimos años.
Las coincidencias son más fuertes, parece. Ambos líderes tienen una visión, supuestamente inspirada por Dios, del mundo ideal, y en ese mundo ideal todos creen lo mismo que ellos, o al menos se someten sin discusión a las leyes que derivan de esas creencias. De hecho, ambos líderes creen haber sido elegidos por Dios para el lugar que ocupan. Ambos, si pudieran, harían del planeta entero su imperio.
Los poderosos no están nunca del lado de los débiles, que somos nosotros, los ciudadanos de a pie de los países menos favorecidos del planeta. Cuando dos poderosos, que sabemos con diferencias profundas, se encuentran y coinciden, se sonríen y se dan la mano, se arrojan metáforicamente flores uno al otro, se ponen de acuerdo en cooperar..., ¡no puede ser bueno!
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