Fernando Lugo acaba de ganar las elecciones presidenciales en Paraguay. Lugo lidera una coalición de partidos, y con su victoria le arrebata al Partido Colorado la hegemonía electoral después de 61 años en el poder. Tiene una agenda política de izquierda con desarrollo e inclusión social, nada raro en América Latina (habrá que ver si no se queda en palabras, que es lo habitual) y desde luego nada fuera de lo común en esta época en que poderes anquilosados y supuestamente inamovibles son desplazados del centro de la escena política por grupos formados ad hoc y cansados de un statu quo injusto.
Lo único realmente notable es que Lugo fue obispo de la Iglesia Católica hasta 2005. Adherente de la teología de la liberación, sus intervenciones políticas en favor de los pobres nunca fueron bien vistas por el Vaticano, que como bien dijo Leonardo Boff, quiere una Iglesia con pobres pero no para los pobres. No es de extrañar que Boff, como otros referentes de la teología de la liberación, haya sido llamado a silencio por el Vaticano, como tampoco es raro que la Iglesia haya desautorizado a Lugo, y aun después de que éste (demostrando un criterio coherente) colgó los hábitos, sigue insistiendo con que sus votos son eternos, con lo que Lugo no es un laico sino un clérigo en rebeldía.
Que el Vaticano critique a los religiosos que se involucran en la política, mientras Benedicto XVI y George W. Bush se muestran por TV al mundo babeándose de felicidad por los beneficios de imagen que su mutua compañía les asegura, es apenas la punta de un inmenso iceberg de hipocresía. Mientras los obispos católicos de todo el mundo hacen incesante propaganda de los políticos de derecha de sus respectivos países, advirtiendo directamente a sus feligreses que deben votar en contra de los que se opongan a la política vaticana, en este pobre rinconcito de un continente pobre resulta que un ex-obispo, que ya no quiere hacer valer su carta de religioso ni utilizar su ascendiente como tal para fines políticos, está en pecado por unir a los que piensan como él para luchar democráticamente contra un partido que, obviamente, no ha servido a los intereses del pueblo paraguayo desde la Segunda Guerra Mundial.
No conozco mucho más de Lugo que lo que se puede leer en los diarios de hoy en Argentina. No me caen particularmente simpáticos los teólogos de la liberación, que en mi opinión ven en su religión cosas muy buenas que nunca estuvieron allí. Repito que sé que estas coaliciones de buenos propósitos suelen perder el camino, desarmarse por mezquindades, o, si les va bien, transformarse en populismos inestables. No obstante, hay que ser ciego o fanático para no ver el inmenso contraste entre este Papa recibido por el líder de una potencia mundial que mintió descaradamente para armar una guerra interminable que beneficiara a sus socios comerciales, este Papa que sin haber hecho nada útil por nadie salvo emitir palabras vacías es aclamado como un héroe popular por multitudes de creyentes, y el líder realmente popular que renunció a honores y privilegios eclesiásticos para luchar por el bienestar de un país que nunca ha sido potencia, que nunca ha sido atacante en una guerra, que ha sufrido tanto y nunca se ha vengado.
Seguro que Fernando Lugo tiene opiniones distintas a las mías en cuanto a los temas controvertidos que en este blog aparecen con frecuencia. No fue sino por culpa de su propia iglesia que tuvo que renunciar a un hábito de obispo, que hubiera conservado de otra manera. Pero el hombre hizo lo que tenía que hacer, y hay que esperar que le vaya bien. El primer paso, quitarse la vestimenta con que la Iglesia hipócrita marca a los suyos, ya lo dio. Si sus principios y sus buenas ideas no se tuercen por el áspero camino de la política, el futuro debería ser mejor que el presente para nuestro vecino del norte. ¡Vaya desde aquí un saludo para el próximo presidente de la hermana república de Paraguay!
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