Me quedé pensando (aunque poco tiempo) en las críticas recibidas por el proyecto de ley que castiga la discriminación a las minorías de orientación sexual en Brasil, o "ley anti-homofobia", que fue aprobada por los diputados y está siendo revisada por un grupo especial en el Senado. Los titulares son uniformemente alarmantes e indignados.
Según reporta Protestante Digital, las iglesias evangélicas denuncian la ley como "censura", ya que según sus líderes viola la libertad de expresión y da "poderes dictatoriales" a una minoría por sobre las otras. Los metodistas la consideran "fascista", según una denuncia que data de un año atrás (cuando la ley estaba ya en debate parlamentario), y los fanáticos del sitio Noticias Globales directamente la nombran "Proyecto pro-gay [para] imponer el estilo de vida homosexual", y alertan: ¡"El continente en peligro"!
Lo bueno es que entre tanta paranoia también citan partes del proyecto de ley, con lo cual uno puede ver si tanto temor se justifica. ¿Adivinaron? Por supuesto que no.
Si hubiera que llevarse por lo que dicen estos maniáticos religiosos que tanto interés tienen en ver qué hace el prójimo con su sexo, la "ley anti-homofobia" sería parte de una estrategia supranacional impulsada por la Organización de los Estados Americanos (OEA) para imponer una "dictadura de la tolerancia" donde el relativismo reina, todo vale, y la libertad para ser un degenerado en público y en privado es dogma de fe.
Bajo esta visión (que, repito, es la que denuncian los líderes evangélicos) los homosexuales (gays y lesbianas) tendrían un lugar de privilegio en el mercado laboral y en los espacios públicos, invadirían los hogares, las escuelas, las oficinas del gobierno, los comercios, y podrían "pervertir" a su gusto a los menores induciéndoles a imitar su conducta sexual inmoral; y sería un crimen con pena de prisión criticar sus prácticas o sugerir siquiera que la iglesia tal o cual desaprueba la homosexualidad. La "policía del pensamiento" andaría por ahí con micrófonos direccionales y arrestaría a una madre que le dijera al oído a su hijo "no te acerques a ese señor, que es maricón" en la calle; la guardia de seguridad debería dejar pasar sin más a cualquier drag queen o travesti que solicitara sentarse junto al Papa en su próxima visita al país; los predicadores cristianos serían arrastrados fuera del púlpito y obligados a comparecer ante un juez por citar las partes de la Biblia que hablan de la "abominación" de un hombre que se acuesta con otro; en fin, pronto se presentaría cualquier mariposón como candidato a presidente y habría que votarlo para no ser acusado de discriminador.
No hay que creer ni por un momento que los líderes religiosos puedan ser sinceros. Uno puede dudar y preocuparse de que una ley como ésta se entrometa en la libertad de uno para pensar y decir ciertas cosas (por muy intolerantes o ridículas que sean), pero en un contexto moderno un predicador nunca habla realmente de la libertad de expresión de los ciudadanos, sino de su libertad para criticar sin motivo, para dispersar su odio por lo diferente, para expresar sin trabas y sin consecuencias su cerrazón mental, su dogmatismo, su falta de razón. (Bueno sería, además, que una religión que reprimió a fuego y espada a sus disidentes, y que recién en este siglo si ha visto obligada a aceptar a regañadientes que existe el derecho a pensar distinto, ahora pidiera que le creyéramos que está preocupada por la libertad de expresión.)
Por lo que puede inferirse de los fragmentos citados, la susodicha ley no crearía un "estado gay policial" ni una "república rosa". Los críticos desde ya exageran las posibilidades de aplicación; no sólo no hay manera de controlar el discurso privado sobre la sexualidad, sino que tal control no pasaría por el más mínimo filtro legal, sea porque ningún legislador votaría tal cosa, o porque la Constitución del país haría nula automáticamente tal legislación. En cuanto al resto, bien, la ley castiga crímenes, no intenciones ni pensamientos ni simples dichos.
Hay un ejercicio que es interesante hacer frente a discursos discriminatorios o que son criticados por ser discriminatorios (según el lado en que se esté), y que consiste en reemplazar ciertas palabras por otras. Por ejemplo, Noticias Globales nota que la ley castiga el "impedir o prohibir el ingreso de homosexuales a cualquier lugar, público o privado, abierto al público… negar, impedir, retardar o excluir el empleo o la promoción jerárquica o profesional de homosexuales, en cualquier nivel del sistema educativo, público o privado…". No sabemos la opinión que les merecen estas sanciones, pero queda claro que ellos sí aplicarían (y aplican) estas formas de discriminación.
Ahora, hagamos el pequeño ejercicio de sustitución. En el texto de arriba, cambiemos "homosexuales" por "judíos". Interesante, ¿no? Cambiemos por "negros". Cambiemos por "mujeres". Cambiemos por "chinos". Cambiemos por "discapacitados físicos". Cambiemos por "cristianos". Cambiemos por "personas con uno o más tatuajes". ¿Cómo llamaría el común de la gente a alguien que se opusiera a una ley así? ¿Cómo explicarían los críticos de esa ley su oposición a la misma, si no pudieran decir "yo lo creo así" o "es mi religión"?
Queda abierta la cuestión de si esta ley es de hecho excesiva en algún punto. Por suerte, tratándose de un parlamento estatal y no de una asamblea eclesiástica, si algo está mal se podrá discutir y cambiar. Los perseguidos, silenciados y discriminados de mil maneras por la religión desde hace siglos y todavía hoy nunca han tenido esa opción.
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