Ésta no es una alerta de noticias, sino una para no olvidar. A más de dos años de ser condenado, el torturador y asesino Christian von Wernich, sacerdote, ex capellán de las Fuerzas Armadas, sigue celebrando misa en su lugar de detención, y desde la Iglesia no se ha dicho ni una palabra sobre él.
Cuando se lo acusó, lo defendieron. Mientras los juzgaban, lo defendieron incluso mientras sus víctimas sobrevivientes desfilaban ante el estrado, contando de su participación en las torturas —cómo susurraba al oído de los prisioneros que era mejor confesar para evitar el dolor, cómo les decía que sus vidas estaban en manos de los captores y de Dios. Cuando lo condenaron, su obispo, Martín de Elizalde, expresó un levísimo, hipócrita, formulaico pesar. No se lo sancionó canónicamente de ninguna manera. Y no parece que vaya a ocurrir.
Von Wernich, considerado un héroe y un prisionero político por la ultraderecha católica, es para la Iglesia un sacerdote con la misma dignidad, con la misma aptitud moral para el ministerio, que el inofensivo cura de la parroquia del barrio o el que dirige un comedor para niños pobres. Que no se diga que somos nosotros, los ateos, los anticlericales, los que siempre equiparamos a la Iglesia con lo peor de sí misma: son ellos mismos, obispos cómplices, curas silenciosos y feligreses indiferentes, los que nos han dado esa imagen.
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