De todos los países que el Papa Benedicto XVI va a visitar este año —que incluyen Malta, Portugal, Chipre y España—, Gran Bretaña, que visitará en septiembre, es el de mayor dificultad moral desde su perspectiva: una ciudadela del relativismo, acosada por todos los males que los años ’60 incubaron y que la Iglesia Católica de aquí, según la visión del Vaticano, ha hecho poco por combatir.
Véase la evidencia: tenemos vicarios mujeres, ministros del Gabinete abiertamente homosexuales, el minarete de una mezquita proyectándose sobre Regent's Park. El multiculturalismo ha suplantado al cristianismo como la religión preferida; casi nadie va más a la iglesia; una tradición cristiana con 1500 años de historia se descarta a medida que inmigrantes de todas las religiones y de ninguna entran en masa al país. En nuestra adoración a las estrellas populares hemos producido un nuevo reinado de la idolatría. El difunto jefe de Benedicto, en quien el conservadurismo doctrinal era mitigado por un filón teatral bohemio, asistió feliz a todo un concierto de Bob Dylan y citó las letras de las canciones durante su sermón subsiguiente; en otra ocasión el predecesor del actual papa llegó a probarse los anteojos de sol de Bono. El cardenal Joseph Ratzinger (el nombre de Benedicto antes de ser papa), obligado a acompañar a su jefe, sacudía la cabeza tristemente ante tal abandono. Estas “estrellas de los jóvenes”, escribió más tarde, “tenían un mensaje completamente diferente a aquél con que el Papa estaba comprometido. Había razones para ser escéptico —y lo fui, y todavía lo soy en cierto sentido— y dudar sobre si era realmente correcto involucrar a ‘profetas’ de esta clase.” La música popular, dijo en 1986, era “un vehículo de la anti-religión”.
Por supuesto, es normal que un papa asuma un lugar de estatura moral: ¿para qué sirve si no lo hace? Puede atemperar la justicia con misericordia, pero esperamos de él que haga cumplir la ley. Y por esa razón es que la marea de suciedad que ahoga a la Iglesia desde hace unas semanas, casi toda ella relacionada con acusaciones de pedofilia clerical, preocupa a los observadores del Vaticano.
Al ser coronado Papa hace casi cinco años, Benedicto prometió limpiar la Iglesia. No iba a ser un papa showman como Juan Pablo II, no se castigaría dando vueltas por el mundo y hablando en inmensos estadios. La Iglesia bajo su guía no tendría como objetivo la expansividad, sino la purificación. Podría ser una institución más pequeña y compacta pero sería limpia, consistente y fiel a su palabra.
Pero los eventos de las semanas recientes sugieren que la corrupción está enraizada cerca de su corazón. Un acaudalado industrial italiano llamado Angelo Balducci, que había sido honrado por el Vaticano como “gentilhombre del Papa”, saltó a los titulares de los diarios de Italia el mes pasado al ser acusado y puesto bajo investigación por supuesta recaudación de dinero a través de prestamistas usureros. Separadamente, un miembro del coro del Vaticano dice que le pagaron para arreglar citas gay para Balducci. A pesar de la posición draconiana de la Iglesia contra la homosexualidad, el Vaticano ha sido conocido desde hace tiempo como un nicho gay, y los observadores internos creen que la elevación de Benedicto al papado no ha cambiado nada.
Entretanto los escándalos continúan lloviendo desde el extranjero. Poco después de que Benedicto condenara los “atroces actos” de pedofilia entre los sacerdotes en Irlanda, surgieron acusaciones de actos similares en el famoso coro de Ratisbona, en Bavaria, del cual el hermano del Papa, Georg Ratzinger, era director mientras Joseph era profesor en la universidad (Georg niega saber de abusos de este tipo durante su estancia allí). Aún más obscenas son las acusaciones apuntadas a Marcial Maciel, el fundador mexicano de los Legionarios de Cristo, que murió en 2008 a la edad de 87 años. En los años ’90, cuando Maciel fue acusado por numerosos sacerdotes jóvenes de abusar sexualmente de ellos, Ratzinger, como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, tenía a cargo disciplinarlo. Maciel renunció en 2005 y se le indicó vivir una vida de oración y penitencia, pero ése fue todo su castigo. Hace unas semanas, no obstante, ha surgido una nueva ola de acusaciones: dos de los hijos ilegítimos de Maciel han afirmado que su padre los violó repetidamente desde la edad de siete años, y demandan 26 millones de dólares a la Orden (que no ha negado los cargos) como compensación.
Algunos de estos casos conciernen a eventos que sucedieron hace décadas, pero algunos involucran a la Iglesia hoy; nada profundo, parece, ha cambiado. Y eso es de grave importancia para Benedicto y su legado. La vida de Joseph Ratzinger se divide claramente en dos partes. En la primera, fue un reformador liberal, comprometido con energía a traer a la Iglesia Católica al mundo moderno; en la segunda, que comenzó alrededor de 1968, rechazó todo esto y se volvió un guerrero contrarrevolucionario, dedicado a liberar a la Iglesia de los sinsentidos de moda y restaurar la pureza que, según su punto de vista, el movimiento reformista había contaminado. Como tal, su ardor nunca ha flaqueado. Pero si su reinado como papa debe tener algún significado positivo, será si deja una iglesia más pequeña, quizá, menos popular, menos interesada en capturar la imaginación del mundo, pero más segura de aquello en lo que cree, y predicando el Evangelio con confianza. ¿Pero cómo puede ser así, con la ola de suciedad lamiendo las puertas?
Por siglos, la Iglesia Católica trató de funcionar como si el mundo moderno no existiera realmente. La prisión de Galileo y la negación de las verdades elucidadas por personas como Darwin fueron parte de esa compulsión. Y cuando la unificación de Italia liquidó el poder secular de la Iglesia y la llevó a arrinconarse en los pocos miles de metros cuadrados de la Ciudad del Vaticano, algo análogo ocurrió también intelectualmente. La vasta iglesia con sus miles de obispos y millones de creyentes se volvió una habitación pequeña, atestada con certidumbres mustias y con las ventanas tapiadas.
Luego, en 1958, un cardenal gordo y ya mayor llamado Angelo Roncalli, Patriarca de Venecia, fue elegido Papa luego de la muerte de Pío XII. No se esperaba que viviera mucho —y no lo hizo: murió apenas cinco años después— ni que hiciera mucho. Se suponía que lo suyo sería un período de espera, después del reinado de 19 años de su predecesor; un momento para que la Iglesia se detuviera y reflexionara. En vez de eso, el hombre conocido como el papa más dulce que haya vivido instigó una revolución.
No se vio ni sonó como una revolución, y Roncalli mismo murió a la mitad de ella. Pero el Concilio Vaticano II, al que asistieron 2800 obispos de todo el mundo en cuatro sesiones entre 1962 y 1965, resultó el evento más definitorio de la cristiandad desde la Reforma. Mientras la Iglesia se acurrucaba en su habitación a oscuras, murmurando plegarias en latín, el mundo exterior había cambiado. Roncalli, el Papa Juan XXIII, fue un prelado inusual en que no tenía miedo de este nuevo mundo, y en el Concilio abrió de golpe las ventanas y buscó que la Iglesia encontrara un lugar en aquello en lo que el mundo se había transformado. El Concilio le dio a los laicos un rol mucho más importante en la vida eclesial, ofreció un lugar a otras iglesias al dejar de insistir en la única verdad de la Iglesia Católica, y balanceó el énfasis puesto en la primacía del papa con el principio de colegialidad, dándole a los obispos una voz más importante en la dirección de la Iglesia. Abrió la Iglesia Católica al diálogo con otras fes, y habló de “trabajar con todos los hombres hacia la creación de un mundo que sea más humano”. Repudió la milenaria noción de que los judíos eran culpables de la muerte de Cristo, y declaró que “la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa”. Resumiendo la obra del Concilio, el cardenal Montini, seis meses antes de ser proclamado papa como Pablo VI, dijo: “La Iglesia está buscándose a sí misma… La Iglesia también está buscando al mundo… entablando un diálogo con el mundo, interpretando las necesidades de la sociedad en la que trabaja y observando los defectos, las necesidades, los sufrimientos y las esperanzas.”
La Iglesia, en otras palabras, estaba buscando volver a ganar la posición central en la sociedad que había gozado en Europa y más allá por siglos, sin reclamar su antigua autoridad exclusiva. Y en esta notable empresa, un teólogo joven y dinámico llamado Joseph Ratzinger, consejero de los obispos alemanos, era central. “Estaba en la lista corta de los teólogos más importantes de cualquiera” en el Concilio, según el experto vaticanista John Allen. Él y sus colegas académicos “se abrieron camino… hacia un campo abierto de mayor libertad teológica”, según un experto alemán. Estaba comprometido con los objetivos del Concilio: un hombre que era un joven seminarista en el Concilio dijo que Ratzinger “se insertó a sí mismo con toda energía para lograr una visión renovada de la Iglesia”. Sin embargo, en los dos o tres años luego del fin del Concilio, había dado un giro de 180 grados. En 1966, el rápido ascenso de Ratzinger en los círculos académicos culminó con su nombramiento en la más importante facultad teológica de Alemania, en la Universidad de Tubinga. Pero poco después Tubinga se transformó en el epicentro de la versión alemana del Mayo Francés de 1968. El radicalismo político reinaba y, ante su considerable incomodidad, Ratzinger descubrió que la facultad de teología se estaba volviendo, según dijo, en “el verdadero centro ideológico” de la marcha hacia el marxismo. En el campus, la Unión de Estudiantes Protestantes repartía folletos que se preguntaban retóricamente: “¿Qué es la cruz de Jesús sino la expresión de una glorificación sadomasoquista del dolor?… El Nuevo Testamento es un documento de inhumanidad, un engaño de masas a gran escala.” Los profesores que no aprobaban expresamente el marxismo eran considerados pequeñoburgueses tímidos y sufrían bloqueos y sentadas.
“Nunca tuve dificultades con los estudiantes”, insistía Ratzinger muchos años después, pero el teólogo liberal suizo que lo había nombrado, Hans Küng (y a quien el Ratzinger cambiado y de línea dura iba luego a expulsar) dijo que los estudiantes radicales apuntaban a las conferencias dadas por él y por su protegido. “Venían y ocupaban los púlpitos”, recordaba. “Incluso para una personalidad fuerte como la mía esto era desagradable. Para alguien tímido como Ratzinger, era terrorífico.”
El Concilio Vaticano II había visto a la Iglesia moviéndose para abrazar el mundo en toda su complejidad; pero para Ratzinger, los eventos de 1968 probaron que el único resultado sería que la Iglesia fuera sofocada, pisoteada y abusada. Corría el riesgo, escribió luego, de ser instrumentalizada “por ideologías tiránicas, brutales y crueles… El abuso de la fe tenía que ser resistido… Cualquiera que quisiera seguir siendo progresista en este contexto tenía que abandonar su integridad.” Ratzinger eligió preservar su integridad abandonando el progresismo, y abandonando también su querido lugar en Tubinga para mudarse a una universidad nueva y poco conocida en Ratisbona.
En vez de tratar de abrazar el mundo moderno, la Iglesia, según la nueva visión de Ratzinger, debía ir en la dirección opuesta: apegarse a la verdad tradicional, expulsar a los falsos profetas, dar testimonio de la fe de los padres a pesar de las burlas y las provocaciones de los seguidores de tendencias pasajeras. Y permanecer firme. En esencia, eso es lo que Joseph Ratzinger ha estado haciendo desde entonces.
“En el cónclave el que entra papa sale cardenal”, dice el proverbio romano, pero a veces los favoritos sí ganan. Los expertos habían descartado las chances del cardenal Ratzinger de suceder como papa a quien fuera largo tiempo su jefe, Juan Pablo II, porque era demasiado cercano al ancien régime, demasiado viejo (78 años) y otro europeo no italiano en un momento que estaba maduro para un latinoamericano o incluso un africano o un asiático. Estaba también el hecho de que Karol Wojtyla era fabulosamente carismático, y nadie había nunca hallado carisma en Ratzinger. El papa polaco, con todo su conservadurismo, era simpático, encantador y expansivo: el opuesto diametral del hombre bajito, tímido, atildado y vengativo que había sido su teólogo en jefe y ejecutor de la fe desde 1981.
Pero en los días que siguieron a la muerte de Juan Pablo II hubo un cambio total. Ratzinger barrió con todos. Conocía y habló con todos los cardenales; probó que tenía la energía y las ganas para el puesto más alto. Y en un encendido discurso dado en la víspera del cónclave proclamó una denuncia furibunda contra el escepticismo, el secularismo y el relativismo.
“En las últimas décadas el pequeño bote del pensamiento de muchos cristianos ha sido… arrojado de un extremo al otro”, dijo, “del marxismo al liberalismo… del ateísmo a un vago misticismo religioso… Cada día nacen nuevas sectas. Tener una fe clara frecuentemente equivale a ser tildado de fundamentalista.” Y todo eso, dijo, era aquello contra lo que la Iglesia tenía que luchar ahora. Fue elegido en apenas cuatro votaciones.
Para millones de liberales en la Iglesia que habían aguardado desesperadamente, luego de casi tres décadas de conservadurismo, un cambio de dirección —un retorno al espíritu del Vaticano II—, fue un resultado profundamente desanimador. “Elegir a Ratzinger después de Juan Pablo”, me dijo un católico norteamericano en la Basílica de San Pedro inmediatamente después de que Ratzinger saliera al balcón para saludar a la multitud, “es como elegir a Rumsfeld después de George Bush.” Y en los cinco años que han transcurrido desde entonces, Benedicto XVI ha cumplido las expectativas.
Han habido matices y vagos indicios de un suavizamiento de la línea dura, pero han probado ser tan efímeros como el humo que salía de la chimenea del Vaticano. En cambio lo que hemos visto —y lo que nadie hubiera predicho viniendo de este académico brillante y cuidadoso y calculador político— es una larga cadena de gaffes pontificios. El más recordado ocurrió durante el discurso que dio en 2006 en su vieja universidad en Ratisbona, una conferencia típicamente densa y con argumentaciones muy cerradas, en la que citó a un emperador bizantino diciendo “Muéstrame también lo que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malas e inhumanas.”
Las palabras provocaron una ola de furia musulmana y, para algunos observadores del Vaticano, dinamitó décadas de cuidadosos puentes levantados por su predecesor. Por todo el mundo musulmán, escribió Marco Politi en La Repubblica, “Juan Pablo II predicó la fe común en un Dios de los hijos de Abraham… y el deber común de judíos, cristianos y musulmanes en favor de la paz y la justicia.” Pero el nuevo papa había quebrado esa estrategia.
Muchos otros errores similares siguieron. Fue a África y dijo que los condones no eran la solución a la epidemia de SIDA sino que podían empeorar el asunto. Estuvo en la Mezquita Azul en Estambul, orando codo a codo con su imán, y luego negó la posibilidad de diálogo interreligioso. Se rehusó a firmar una declaración de la ONU sobre los derechos de los homosexuales y los discapacitados. Fue a Brasil y negó que a los pueblos indígenas se les hubiera obligado a seguir una religión extranjera, diciendo que más bien la habían deseado inconscientemente. Le dio la bienvenida a los cismáticos de la Sociedad de San Pío X de vuelta a la Iglesia, para descubrir sólo después que uno de los obispos creados ilegalmente por la Sociedad, Richard Williamson, negaba la verdad del Holocausto.
Hay un tema común a lo largo de todos estos fiascos: siempre, desde aquellos desagradables encontronazos en el campus de Tubinga en 1968, Ratzinger se ha visto a sí mismo y a su fe como acorralados, bajo sitio, amenazados y socavados por sus enemigos acérrimos, pero también por sus declarados amigos en la sociedad secular, y por aquellos “que todavía se hacían pasar por creyentes cuando esto les era útil”, como escribió Ratzinger en 1997. En duro contraste a la expansividad del Vaticano II y a la disposición de Juan Pablo II a compartir ideas con budistas y escuchar a Bob Dylan, ésta es una visión paranoide, en la que la Iglesia y su Papa son víctimas de la historia y deben estar constantemente en guardia, constantemente rechazando a esos falsos amigos que están listos para hacerlos caer en una trampa.
Es quizá con respecto a los judíos que esto se nota más claramente. En 2000, Juan Pablo II, en lo que él nombró el Día del Perdón, se disculpó por los pecados de la Iglesia contra los judíos cometidos a lo largo de los siglos; luego hizo una declaración similar en el monumento recordatorio del Holocausto en Yad Vashem, e insertó una plegaria de penitencia en el Muro de los Lamentos en Jerusalén. Cuando Benedicto visitó Auschwitz en 2006, por lo tanto, parecía estar siguiendo las huellas de su antiguo jefe. Pero, como notaron rápidamente los comentaristas judíos, había una notable diferencia. Es verdad que Benedicto habló de “este lugar de horror”, donde “crímenes masivos e inauditos fueron cometidos contra Dios y contra el hombre.”
Pero las únicas víctimas que mencionó por su nombre fueron cristianos; y este supuestamente involuntario miembro de la Juventud Hitleriana pareció exculpar a los alemanes comunes de cualquier complicidad con los campos de la muerte: Auschwitz sucedió, dijo, porque “un grupo de criminales llegó al poder… nuestro pueblo fue usado y abusado como instrumento de su sed de destrucción y poder.”
¿Por qué los nazis quisieron exterminar a los judíos? Benedicto usó esta ocasión —en que el mundo estaba esperando oír de su boca un eco de la penitencia de Juan Pablo II— para explicar su propia teoría del Holocausto: fue porque “en lo más íntimo, esos malvados criminales querían matar al Dios que llamó a Abraham, que… nos dio principios para servir de guía a la humanidad… Al destruir a Israel… quisieron en último término destruir la fuente de la fe cristiana.”
El cristianismo según Benedicto XVI es la víctima por excelencia del horrible mundo moderno. Así que incluso cuando los nazis masacraban a los judíos, lo que estaban haciendo, “en lo más íntimo”, era masacrar al cristianismo. Para los observadores, tanto judíos como no judíos, había algo patológico en esto: este ex-nazi era incapaz de ponerse de rodillas y rogar perdón por lo que se hizo en Auschwitz, lo que fue hecho a gente de una fe diferente, en su nombre, por sus líderes democráticamente elegidos. En cambio, usó la ocasión para correr a un costado a los judíos y afirmar que el cristianismo había sido la verdadera víctima de los nazis.
Ser papa es un trabajo solitario. El Papa Juan Pablo II escribió en una nota privada: “Me trae una gran soledad. Yo era solitario antes, pero ahora mi soledad se vuelve completa y admirable… sufrir solo… yo con Dios.” Benedicto debe sentirse de la misma forma. Y en su éxtasis de sufrimiento solitario, ha logrado convertir la basílica de San Pedro en un inmenso bunker.
sábado, 27 de marzo de 2010
El solitario reinado de Benedicto XVI
¿Qué clase de papa es Benedicto XVI? ¿Cómo es que un papa obsesionado por la pureza doctrinal quedó a cargo de una Iglesia Católica infestada de inmoralidad y asaltada por escándalos? Peter Popham, del diario británico The Independent, ha escrito un largo artículo que explica la trayectoria de Joseph Ratzinger y su aislamiento actual. Se titula The lonely reign of Benedict XVI (“El solitario reinado de Benedicto XVI”) y lo he traducido para ustedes. Como de costumbre, los links son míos.
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Publicado por
Pablo
a las
15:52
Etiquetas:
benedicto xvi,
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4 comentarios:
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Fijate que el link al artículo original está mal copiado :). ¿Cómo hacés para traducir semejante pedazo de texto? Yo traduzco pequeños párrafos y me re cuesta. Inglés escucho y leo perfectamente, pero traducir es algo completamente distinto.
ResponderEliminarGracias por lo del link. Ya lo corregí. :) La cuestión para traducir es ir párrafo a párrafo y no mirar cuánto te falta. Y nunca traducir literalmente o usar palabras o expresiones que te suenan mal en castellano. Nunca tuve entrenamiento de traductor ni nada, pero me gusta hacerlo y que quede bien.
ResponderEliminarA mí me cuesta horrores. Es que como cuando leo en inglés pienso en inglés, me es muy difícil traducir bien. En cualquier caso, no puedo atestiguar qué tan bien te quedó a vos porque lo leí del original. (muy buen texto)
ResponderEliminarA mí me cuesta horrores. Es que como cuando leo en inglés pienso en inglés, me es muy difícil traducir bien. En cualquier caso, no puedo atestiguar qué tan bien te quedó a vos porque lo leí del original. (muy buen texto)
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