Mañana es Navidad: según dicen, la conmemoración de un suceso que divide en dos la historia del mundo. Pero los propagandistas de esta noción, tanto como sus clientes más devotos, se refieren al suceso en presente y como si cada año ocurriera de nuevo. Igual ocurre con otras festividades relacionadas al mito de Jesús, como la Pascua de Resurrección.
Estos ciclos de acontecimientos significativos son típicos de todas las religiones. El mito del nacimiento de Jesús es bastante común: salvadores y redentores han sido anunciados a sus madres, concebidos y/o paridos de maneras extraordinarias, con acompañamiento de signos y portentos varios, desde que existe registro histórico y probablemente mucho antes.
El tiempo de los mitos no es lineal, sino que existe eternamente (como Jesús ya existe antes de nacer de María y ya está muerto y resucitado antes de nacer, en la mente omnisciente e intemporal del dios trino del que forma parte). El hombre no puede entender estas cosas sin traerlas al tiempo lineal, y lo hace planteando ciclos de eventos que ocurren una y otra vez en un calendario fijo. Cada vez que la fecha recurre, entonces, actualiza el mito, y los encargados de sostenerlo exhortan a los fieles (o más bien, a los que se reputan fieles) a rememorarlo y reflexionar sobre su significado en este momento de la historia. De lo contrario corren el riesgo de que el mito quede olvidado o desactualizado. A veces esta necesidad de traer el mito al presente lleva a exégesis ridículas. Otras veces es bastante sencillo, paradójicamente debido a la manifiesta incapacidad de los dioses de cambiar las condiciones de la vida en la Tierra: si todavía los sacerdotes pueden hablar de un Jesús que nace para derrotar a la muerte, traer paz al mundo, exaltar a los pobres y humildes o terminar con las injusticias, es porque ni su supuesta venida original ni ninguna de sus repeticiones anuales ha significado nada en absoluto para los moribundos, los acosados por la guerra y la violencia, los que padecen hambre o los sometidos a la arbitrariedad de los poderosos. En esto Jesús, o quien haya hablado por él, tenía razón en advertir que su reino no era de este mundo.
Hoy la mitología navideña está desgastada (y en buena hora) pero el “espíritu navideño” termina contagiando incluso a los más cínicos, aunque más no sea haciéndolos sentir obligados a comprar regalos y a reunirse con su gente (cosa que pueden hacer en cualquier otro momento del año pero eligen o son forzados a hacer en este preciso momento, con frecuencia a costa de inconvenientes causados por la misma masividad de la fiesta). Nada hay de malo en esto, salvo que uno considere inmoral el consumismo o el mal gusto en decoración, pecados a los cuales uno no tiene por qué sucumbir, aunque deba aprender a tolerarlo en los demás. Para los que no creemos en el mito navideño ni resonamos con él, la oportunidad de sumarnos a una celebración familiar puede ser útil, si algo nos lo impide durante el resto del año, o una ocasión de rutina, en el afortunado caso contrario. Por eso no tengo intención de hacerme eco aquí de ciertas personas que, ignorando el proceso social de apropiación de la Navidad como fiesta secular, y creyéndose ingeniosas, proponen que los ateos pasemos por alto la fiesta porque es una celebración cristiana. Hace tiempo que la Navidad no es cristiana, y nadie ha perdido nada por eso, salvo los ceñudos dueños autoproclamados de la religión tradicional. Feliz Navidad, entonces, para todos los que deseen celebrar.