Hago una breve pausa en las noticias sobre el
proyecto de matrimonio homosexual que se está debatiendo en Argentina para que retrocedamos en el tiempo. No para salir del tema, sino para profundizarlo, porque resulta que no es la primera vez que la Iglesia Católica se opone a una ampliación de la ley que regula los matrimonios, con tácticas sucias y con
argumentos espurios.
Como todos sabemos desde la escuela, la “
Generación del 80” fue una época de avance de la laicidad en Argentina. En ese marco fue que se dictó la primera ley de matrimonio civil, a nivel provincial, durante el gobierno de
Nicasio Oroño en Santa Fe, en septiembre de 1867.
El intento duró poco: el obispo de Paraná,
* José María Gelabert y Crespo, anunció en una pastoral que
Oroño había incurrido en la pena de excomunión, y ordenó a los párrocos que no celebraran la ceremonia religiosa de las parejas que previamente se hubieran casado en el Registro Civil. El 30 de diciembre, opositores a la ley pusieron un ejemplar de la misma en un cuadro y
la “fusilaron”, frente a una multitud, en una plaza. El gobernador pidió a la justicia que procesara al obispo por subversión del orden público. Varios sacerdotes fueron arrestados. A comienzos de 1868 comenzó una revuelta, que con el pretexto de luchar contra la masonería y el secularismo terminó haciendo renunciar a Oroño. Al año siguiente, bajo el gobierno de Mariano Cabal, la nueva legislatura derogó la ley.
* En ese entonces la diócesis de Paraná (con sede en la capital de Entre Ríos) incluía la ciudad de Santa Fe, capital de la provincia del mismo nombre, situada al otro lado del río Paraná. La actual diócesis de Santa Fe fue creada recién en 1897. Paraná fue elevada a arquidiócesis en 1934.
Recién veinte años después, en 1888, se modificó el
Código Civil instaurando el matrimonio civil, sin distinción de religión (o ausencia de ella) de los cónyuges. Antes de eso, el Código de
Dalmacio Vélez Sársfield notaba explícitamente que para los católicos no era admisible el matrimonio civil; reconocía efectos civiles a los matrimonios oficiados por cualquier religión (en teoría), pero dejaba fuera a los no creyentes. En la práctica, es de presumir que dejaba fuera a todo aquel que no perteneciera a una religión mayoritaria y reconocida. El Código modificado eliminó este efecto civil del matrimonio religioso, tomando como legalmente válida sólo la ceremonia civil.
Es curioso ver cómo, incluso en tiempos modernos, algunos todavía defienden la discriminación de los no creyentes en este sentido: en
“El laicismo y la Ley de Matrimonio Civil”, artículo publicado en 1995 por el
Instituto de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de la Universidad Católica Argentina, se acusa al matrimonio civil de ser una solución ideológicamente forzada para un problema que podría haberse buscado “por medios menos conflictivos”, vale decir, permitiendo que los sacerdotes siguieran usurpando el poder jurídico del estado y dejando para los no creyentes (y para todos los que no quisieran someterse a los requerimientos de una religión determinada para casarse) un matrimonio civil que no sería, a los ojos de la mayoría religiosa, otra cosa que un estatuto de segunda clase, toda vez que los no casados por iglesia eran vistos por la sociedad como simples concubinos.
Como en el caso del matrimonio de personas del mismo sexo, la ley de matrimonio civil fue denunciada como un ataque a la familia, a la tradición y a las mismísimas bases de la cultura y la sociedad, y quienes inicialmente se casaron por civil fueron señalados por sus vecinos católicos de ser parejas de hecho —cualquier cosa menos verdaderos esposos. Se dijo (¡se decía en 1995!) que para los católicos sólo era válido el matrimonio religioso, que el estado estaba “absorbiendo el matrimonio y despojándolo del carácter natural de sacramento regido por la ley divina”, y que la institución del matrimonio civil era una abrogación del derecho de los católicos a casarse por iglesia.
Aquí estamos, no obstante, 121 años después, y los curas siguen casando a la gente, y todos, o casi todos, han aceptado sin problemas que las parejas deben pasar antes por el Registro Civil, porque el casamiento por iglesia es ante la comunidad de los creyentes y ante su dios (si se digna existir para ser testigo), pero es sólo el civil el que le da una mínima seguridad legal a los cónyuges y a su descendencia, si la desean.
Cuando en 1954 el gobierno peronista aprobó una ley de divorcio vincular (es decir, un divorcio que extinguía el vínculo matrimonial, además de legalizar la mera separación), además de quitarle a la Iglesia la educación religiosa en las escuelas públicas y otros privilegios, la arremetida fue feroz. La Iglesia contribuyó decisivamente en la campaña para derrocar a
Juan Domingo Perón, que comenzó abiertamente con la procesión de Corpus Christi de 1955, convertida en una verdadera manifestación opositora golpista (que
el integrismo católico todavía añora). En 1956, un año después del
golpe de estado, la ley de divorcio fue derogada por el gobierno de facto.
Una
nueva ley de divorcio vincular fue finalmente aprobada en 1987, durante el primer gobierno de vuelta a la democracia (presidido por
Raúl Alfonsín), cosechando las tremebundas advertencias eclesiásticas que ya nos resultan familiares: que las familias iban a desaparecer, que la sociedad iba a derrumbarse... Después de un período de muchos divorcios, que no eran más que la formalización de innumerables separaciones de hecho preexistentes, el vendaval pasó, y ya casi nadie en la Iglesia (mucho menos fuera de ella) se preocupa por la cantidad de divorcios que hay en Argentina, que no es ni insignificante ni catastrófica. El divorcio es un problema para la Iglesia sólo porque muchísimos de los católicos que aportan su presencia y sus donaciones a los templos, y que educan a sus hijos en escuelas católicas con jugosas cuotas mensuales, son divorciados y vueltos a casar por civil, y no hay una manera sencilla de decirles, sin ofenderlos, que están en pecado mortal sólo por haber vivido su vida amorosa como les resultó mejor.