Es difícil sentarse a escribir el obituario de
Christopher Hitchens. Algo tiene que ver el hecho de que han pasado cuatro días y el mundo ya ha leído cientos de versiones de ese obituario, destacando sus luces y sombras y citando profusamente sus mejores y sus peores palabras, que fueron su vida (“Si no pudiera [escribir], lo sé por adelantado, mi deseo de vivir se vería terriblemente disminuido”, escribió en
su último artículo para Vanity Fair) y que son lo único que de él nos quedará. Pero para mí cuenta mucho también el hecho de que no he leído a Hitchens, ni a sus múltiples referencias literarias, con la asiduidad que siento que merece y que él mismo se hubiera exigido. De manera que tendré que conformarme con una crónica de mi experiencia de Hitchens, que no termina con su muerte, el pasado jueves 15, sino que seguirá en tanto sus obras existan.
No recuerdo de qué manera llegué a Hitchens, pero podría arriesgarme a imaginar que fue a través de aquella memorable
conversación entre él, Richard Dawkins, Daniel Dennett y Sam Harris, los “Cuatro Jinetes” del Nuevo Ateísmo. Hitchens está sentado a la izquierda según lo ve la cámara, con un cigarrillo en la mano que cuelga a un lado de la silla y un vaso de whisky frente a él. Su inglés profundo pero rápido y cortante, es el más difícil de entender de los cuatro; contrasta con el moderado perfil y la figura paternal de Dennett, el tono didáctico de Dawkins, la juventud y el pausado discurso de Harris.
De allí pasé, probablemente, al libro que en el mundo hispanohablante se conoció, por funesta decisión editorial, como
Dios no es bueno, pero que yo siempre he citado con su título original
god Is Not Great (el nombre de la divinidad está siempre, estudiosamente, en minúscula) y que pude sostener en mis manos, en el idioma en que fue escrito, hace bastante poco.
gING tiene la cualidad, que comparten muy pocos libros, de poder ser abierto en cualquier momento, en cualquier página, y leído brevemente sin dejar de encontrar jamás, al cabo unos pocos párrafos, una sentencia memorable o una genialidad o al menos un hecho sorprendente o un hecho común re-expresado de forma admirable como ilustración de algo más profundo.
Tal vez estos portentosos eruditos [Agustín, Tomás de Aquino, Maimónides, Newman] hayan escrito muchas cosas depravadas o absurdas o hayan sido irrisoriamente ignorantes […]; y ésta es la sencilla razón por la que no hay más como ellos hoy día, y por la que no habrá más como ellos el día de mañana. La religión dijo sus últimas palabras inteligibles, nobles o inspiradoras hace mucho tiempo; a partir de ese momento, se convirtió en un humanismo admirable pero nebuloso […]. [L]as devociones de hoy día son únicamente ecos y repeticiones del ayer, a veces amplificadas hasta el grito para mantener alejada la terrible vacuidad.
Hitchens estaba recorriendo Estados Unidos a principios de 2010, presentando
Hitch-22, sus memorias, cuando su cuerpo habituado a los excesos comenzó a darle signos de lo que sobrevendría menos de dos años después. Tengo conmigo la edición revisada de
Hitch-22, con su epígrafe postdatado en el que Hitchens reflexiona:
Cuando por primera vez me surgió la idea de escribir unas memorias, tuve las acostumbradas reservas sobre cómo podría ser quizá “demasiado pronto” para esa gran concepción. Nada quiebra más rápidamente esta combinación de falsa modestia y de reticencia natural que el brusco descubrimiento de que el proyecto podría, en cualquier momento, verse imposibilitado fuera de toda cuestión por haber sido encarado demasiado “tarde”.
Podemos dar gracias, supongo, a la natural necesidad de Hitchens de volcar sus pensamientos en palabras por contar hoy con ese relato de sus días.
Hitch-22 salió editado en español a mediados de año, y no tengo intenciones de resumirlo aquí. Como obra autobiográfica, es menos rigurosa y argumentativa que
God Is Not Great, aunque el tema de la religión, por supuesto, no está ausente.
Para Hitchens el ateísmo militante era parte de una lucha mucho más grande contra toda tendencia totalitaria. Es ya famosa su imagen de Dios omnipotente, conocedor y juez de todos los pensamientos humanos, como una “
Corea del Norte celestial” (y al contrario de muchos otros, Hitchens podía contar que él
había estado en Corea del Norte, como antes en el Kurdistán asolado por Saddam Hussein, antes
en la Argentina de los primeros años de la dictadura de Videla, y antes aún en la Checoslovaquia inmediatamente posterior a la Primavera de Praga). A esta vívida imagen, los debatientes y retóricos del movimiento ateo le podemos sumar una infinidad de otras, como aquella devastadora
“Lo que se afirma sin evidencia puede rechazarse sin evidencia” y la advertencia sobre las religiones moderadas de hoy:
Muchas religiones se aproximan a nosotros hoy día con una sonrisita obsequiosa y la mano tendida, como un comerciante lisonjero en un bazar. Ofrecen consuelo, solidaridad y apoyo, ya que tienen que competir en un mercado. Pero tenemos derecho a recordar la brutalidad con que se comportaban cuando eran fuertes y hacían una oferta que la gente no podía rechazar.
El mundo pierde a un gran polemista, a un gran periodista y escritor. No lo veremos más en acalorados debates. Como sociedad global asediada por totalitarismos seculares y religiosos, por personas grandes y pequeñas que prefieren la seguridad de la sumisión antes que la incertidumbre de la libertad, por promotores de supersticiones debilitantes y por hipócritas que llaman falsamente “moderación” a la cobardía o a la corrección política, necesitamos a Christopher Hitchens. Nadie en la Tierra es irreemplazable, pero el terrible hueco que la desaparición de
Hitch ha dejado no va a llenarse pronto, ni fácilmente.