El informe criticaba además la promoción, por parte de la Iglesia, de la discriminación a los homosexuales y de los roles de género rígidos, y su rechazo (con graves consecuencias) al reconocimiento del derecho a la anticoncepción y el aborto. Estas cuestiones quedaron, no obstante, opacadas por el tema de la pederastia sacerdotal, su encubrimiento y las medidas (no) tomadas para prevenirlo, ante el cual las autoridades eclesiásticas convocadas por la ONU a declarar respondieron con evasivas.
En un artículo publicado en el diario argentino Infobae, la periodista Claudia Peiró señala algo airadamente este hecho, haciendo suyas las palabras del vaticanista Sandro Magister al notar que el informe consta de 16 páginas y “a la pedofilia el documento llega en la página 9”. El resto parece, según Peiró, “la agenda de lo que ciertos grupos esperan que haga la Iglesia”, entre los que incluye “grandes ONG de derechos humanos”.
El tono que se puede percibir es de velada indignación, como si la ONU o las “grandes ONG de derechos humanos” no tuvieran derecho alguno a pedirle a una institución poderosa e influyente a lo largo del mundo que deje de infringir los derechos humanos. A la Iglesia se le puede reclamar por el abuso sexual de niños (pero con respeto, eh, y teniendo en cuenta que el papa actual es nuevo e inocente y no sabía nada de todo eso y además ¡es tan humilde…!) pero no por el abuso psicológico que representa decirle a millones de niños y jóvenes, cada día, que si les gusta una persona del mismo sexo tienen una enfermedad o que sus padres del mismo sexo no son una verdadera familia; se le puede reclamar (¡pero es cosa del pasado, mejor olvidémosla pronto!) que reconozca que durante décadas les quitó sus hijos a mujeres solteras o las tuvo virtualmente presas y en condiciones de trabajo esclavo, pero no se le puede reclamar por su actual propaganda en favor del modelo de mujer que sólo es moral si pasa de ser virgen a ser esposa sumisa y madre abnegada, con prescindencia de su salud mental y física; se le puede pedir a la Iglesia, en fin (¡pero amablemente!) que haga algún gesto por sus delitos más horrendos del pasado, pero no que cambie sus políticas que hacen daño hoy. Porque esas políticas, si hablamos de la Iglesia Católica, se llaman “doctrinas”, o “la Tradición”, o “las enseñanzas de la Iglesia”, y como tales son intocables.
Así lo dice Peiró:
Todo el tono del documento recuerda a la forma en que, tras la renuncia de Benedicto XVI y aun antes de la elección de Jorge Bergoglio, diversos analistas y lobistas, por lo general ajenos a la Iglesia, iban marcando la agenda de "modernización" que el nuevo Papa debería encarar.(El énfasis es mío.) En algún punto de su nota a Peiró se le olvidó explicar por qué los que somos “ajenos a la Iglesia” no podemos “marcar agenda”, o hablando con propiedad, criticar y reclamar cambios. En buena parte del planeta es bastante difícil, si no imposible, ser verdaderamente “ajeno a la Iglesia”, porque la Iglesia gerencia las escuelas donde van nuestros hijos, pulula en los hospitales donde vamos a tratarnos, preside algunos de los eventos más importantes de la vida social, y tiene siempre un asiento libre en la mesa de los políticos que hacen nuestras leyes.
¡Qué más quisieran muchas mujeres, imposibilitadas de acceder a anticonceptivos hormonales y a la posibilidad de interrumpir un embarazo no deseado, ser “ajenas a la Iglesia”! ¡Cuántas personas que sufren terribles dolores por enfermedades terminales quisieran que la Iglesia fuera “ajena” a las leyes que les impiden acabar sus vidas dignamente! Pero la Iglesia se llama a sí misma Católica, que significa Universal, precisamente porque su objetivo es no ser ajena a nadie ni a ningún asunto en el mundo.
Esta pretensión de universalidad es la que pone en colisión a la Iglesia Católica con casi cualquier organización de derechos humanos que se precie de su nombre, ya que el catolicismo institucional ha estado y está en conflicto con casi todos esos derechos. La idea de los “magisterios no superpuestos” (non-overlapping magisteria, NOMA) con que Stephen J. Gould pretendió separar las competencias de la religión y la ciencia para negar su conflicto es tan falaz como su contraparte en el campo de lo político.
La Iglesia hace política. Los organismos de derechos humanos pueden muy bien “hacer doctrina”.