lunes, 30 de diciembre de 2013

Alucinemos: “cristianofobia” en Chile

Hoy les traigo una pieza de sofistería repelente de Raúl Hasbún, sacerdote, publicada en Humanitas, la revista de antropología y cultura cristiana de la Pontificia Universidad Católica de Chile (y luego reimpresa por InfoCatólica, de donde la tomé). Su tema es la “cristianofobia”.

Hasbún comienza con una observación tan carente de caridad como groseramente incorrecta sobre la gente que sufre lo que la psiquiatría define como fobias:
Quienes sufren de estas patologías obsesivas suelen negarlas o justificarlas apelando a coartadas biensonantes, tales como estadísticas (amañadas), experiencias (imaginadas) o citas (extrapoladas). Admitir lo irracional y anormal de sus miedos les significaría quedar mal posicionados antes sus pares y ante sí mismos.
Y luego presenta a su criatura:
Hoy tiende a configurarse, en los mundos que se dicen “desarrollados”, una fobia contra el ejercicio público de la fe cristiana. Lo irracional y anormal de esta fobia radica en que surge precisamente en culturas que tienen, en el cristianismo, su raíz y sustento fundacional.
Se dice en tono ligero que la mayoría siempre es cuerda; que si sólo una persona ve ciertas cosas, es que son una alucinación, pero si la mayoría las ve, entonces son la realidad. En psiquiatría se considera que una creencia (por muy implausible que sea) no es patológica si es común a la comunidad donde habita el individuo. Se trata de una cuestión filosófica largamente debatida. Lo que quiero señalar aquí es que si tantos individuos de los países desarrollados se oponen a lo que Hasbún llama “el ejercicio público de la fe cristiana”, quizá no se trata de una fobia —irracional y anormal— sino de un nuevo consenso de creencias o de una renovada percepción de la realidad.

El primer caso es la hipótesis más fácil de asumir: el Zeitgeist ha cambiado y a la gente le desagrada la exhibición del comportamiento cristiano; en rigor, están en todo su derecho, tal como estuvieron en su derecho los paganos que eligieron convertirse al cristianismo hace dos milenios, rechazando la fe de sus padres, incluso cuando dicha fe fuese “la raíz y sustento fundacional” de la sociedad y el estado en que vivían (a los primeros cristianos del Imperio Romano se les acusó y persiguió no por el contenido de su fe, sino por negarse a reconocer la dignidad divina del César, símbolo de unidad del Imperio).

La segunda hipótesis es la que Hasbún ni siquiera podría pensar en asumir: que no se trata de un mero cambio de ideología (una apostasía masiva, una “desconversión” generalizada) sino que muchas personas han percibido que el cristianismo es factualmente falso y/o que sus doctrinas producen daños concretos. O más bien, el cristianismo organizado, sectario, políticamente influyente, de la Iglesia Católica (para empezar), ya que hay muchos cristianos que practican su religión sin joder al prójimo.

Pero de hecho, toda la argumentación de Hasbún se refiere a un asunto político: la probable pérdida de ciertos privilegios simbólicos, mínimos, que se operarán en Chile una vez que asuma como presidenta, por segunda vez, Michelle Bachelet, en reemplazo del untuosamente católico Sebastián Piñera. Bachelet, en su programa de gobierno, ha prometido una nueva constitución donde se reafirmará la laicidad del estado, lo cual ha hecho poner los pelos de punta a los chupacirios. Para Hasbún, eliminar invocaciones e imágenes religiosas del ámbito formal estatal es expresión de su fobia inventada:
Esta cristianofobia quiere ahora asentarse en Chile como reivindicación e ícono de una “nueva mayoría”. No más juramentos ni Biblia ni crucifijos ni imágenes de María ni invocación del nombre de Dios en los espacios o actuaciones estatales.
¡Qué terrible, no poder presumir de la propia fe en público!
¿Qué teme, la “nueva mayoría”, de la fe cristiana y bíblica profesada por el 90% de la población? ¿Por qué arrinconan y encapsulan esa energía que cautela, como ninguna, la dignidad del ser humano y la paz social?
Quizá habría que devolverle a Hasbún pregunta por pregunta. ¿Qué teme su mayoría del 90% de unas pocas regulaciones estatales que no pasarán de lo simbólico? ¿Su fe es tan débil que requiere que el estado la imponga sobre los demás, sobre esa minoría de creyentes de otras religiones y de ateos, agnósticos e indiferentes?

Los temores que expresa Hasbún sobre la posible prohibición de las procesiones o de la invocación de Dios en los hospitales son infundados; de hecho, son tan traídos de los pelos que es imposible tomarlos con buena fe. Esto es terrorismo retórico sin más: una especialidad católica dentro del amplio campo de la autovictimización que la Iglesia domina como pocas instituciones. Considerando cómo han hecho creer a casi todo el mundo que fueron perseguidos y martirizados durante siglos, no es extraño que intenten hacer creer a los católicos chilenos que la malvada socialista Bachelet les mandará la policía si se atreven a salir de procesión.

La realidad es que la Iglesia chilena seguirá teniendo todos los privilegios de siempre; las parroquias seguirán difundiendo la sumisión y la obediencia, los obispos seguirán teniendo espacios mediáticos para proclamar el odio a las mujeres y a los homosexuales, los colegios privados católicos seguirán (de)formando alumnos, y sólo —si acaso, si de verdad Bachelet puede cumplir con su programa— se evitará, de vez en cuando, que un político se llene la boca jurando en público por Dios y los Evangelios o que un funcionario invoque a la divinidad en un acto oficial. Sospecho que la mayoría de los católicos de a pie no notará la diferencia.

Quizá sea eso lo que impulsa a Hasbún a exagerar: su conocimiento de que su mentado 90% no es una mayoría de devotos fanáticos y que, a fin de cuentas, a muchos de sus fieles poco les importa que la Iglesia tenga influencia sobre el estado, un asunto que sólo preocupa a los jerarcas que viven de ese poder. En un estado laico, una religión que no se impone por la fuerza tiene poco que temer.

jueves, 26 de diciembre de 2013

Francisco el Salvador

Hace un tiempo decidí dejar de prestar atención a las incesantes alabanzas dirigidas a Francisco por sus fans. Hago una excepción hoy precisamente para mostrarles hasta qué punto hay que hundirse en el barro de la complacencia y el voluntarismo bobo para refutarlas. El siguiente es un ejemplo al azar de la tendencia a ver en Francisco a un líder que sintetiza lo político y lo religioso. Se trata de un artículo de Luis Rosales en Infobae, titulado (prepárense para esto) El papa Francisco puede salvar a Latinoamérica y reconstruir Occidente.

Comienza hablando de lo que Francisco está haciendo en la Iglesia:
En estos pocos meses de papado, ha planteado uno a uno los grandes desafíos y problemas que afectaban a la institución espiritual más poderosa y extendida de la tierra. Las finanzas, la pedofilia, los abusos de todo tipo, entre otras incongruencias e incoherencias, enfrascado en un afán imparable de ir enfrentando las amenazas que la habían hecho tambalear en los últimos años y que hasta provocaron la renuncia de Benedicto XVI.
No tengo mucho que decir aquí porque la suerte de la Iglesia Católica y sus manejos internos no podría importarme menos. Lo único que puede destacarse es cómo el periodista coincide con buena parte de sus colegas en hablar de “desafíos”, “problemas” o “amenazas” para la Iglesia al referirse a delitos financieros y a crímenes de alto vuelo que son parte integral (y no fallas ni anomalías) del mecanismo de la institución eclesiástica: la Iglesia Católica nunca habría sobrevivido como foco de poder mundial sin apoyo de políticos inescrupulosos, sin lavado de dinero de mafias actuales y pasadas, sin secretismo y pactos de silencio, sin una autoridad verticalista e implacable, sin una eficaz estructura de ocultamiento de sus propias maldades. En un sistema como el de la Iglesia, al igual que ocurre en los ejércitos y en otras sociedades cerradas, no es una “incongruencia” que existan todo tipo de personalidades patológicas protegidas por el mismo sistema.

El artículo continúa con lo que quiere ser un análisis sociopolítico cuya tesis es que existe una amenaza al occidente cristiano por parte del Peligro Amarillo. Caída la Unión Soviética comunista, la hegemonía liberal/capitalista de Estados Unidos y Europa se encuentra frente a potencias emergentes, la principal de las cuales es China.
Por eso, todo hace suponer que en un proceso lento y gradual, la preponderancia de nuestra civilización y sus valores, la libertad individual, los derechos humanos, la trascendencia de destino, el progreso constante, pueden quedar subsumidos por un nuevo orden que poco a poco vaya imponiendo otros, más propios de otras civilizaciones. (…) Orden absoluto en lugar de libertad individual, Estado y autoridad omnipresente, muy poco lugar a la religión y a la trascendencia espiritual.
El autor de la nota pertenece a esa derecha conservadora que en Argentina gusta de autonombrarse “liberal”, por lo cual quizá prefiera ignorar que los valores de la libertad individual y los derechos humanos fueron anatema para la Iglesia Católica hasta hace muy poco en términos históricos. La Iglesia y el Papa que según su tesis podría liderar la defensa de nuestra civilización se oponen a la libertad más básica del ser humano, que es la de disponer de su propio cuerpo: nos prohíben el placer del sexo por sí mismo, tanto en pareja como en solitario; consideran a las mujeres embarazadas como meros contenedores de una persona humana con más derechos que ellas mismas; nos vedan incluso decidir cuándo queremos dejar de vivir. La Iglesia aboga incesantemente por limitaciones a la libertad de expresión y de prensa; se opone a la despenalización del consumo de ciertas drogas por parte de adultos libres y responsables; en Argentina, además, su jerarquía (con escasísimas excepciones) ha estado siempre del lado de quienes violaban los derechos humanos, antes del de quienes los defendían.

Con respecto a la religión, está claro que los valores del Occidente cristiano son mucho más tolerantes que los de la dictadura comunista China. Incluso lo son ante religiones distintas del cristianismo mayoritario, aunque esto es reciente y no precisamente debido al cristianismo sino más bien a sus detractores. En lo que se refiere a la “trascendencia espiritual”, el término es tan ambiguo como para resultar inútil; su uso habitual, en la práctica, refiere a la imposición de bendiciones y juramentos en reparticiones del estado, a catecismos forzados en las escuelas públicas y una veda de facto, para influyentes políticos o mediáticos, de toda crítica radical contra la superstición y las creencias irracionales que pueda ofender las sensibilidades “espirituales” de los ciudadanos.

Un Estado omnipresente y autoritario no es antitético a la existencia de la Iglesia Católica o del ejercicio de la religión (de la única religión verdadera, ¡obviamente!); en tanto Estado e Iglesia coordinen esfuerzos para someter a la población, su sociedad puede prosperar. El caso particular de China ejemplifica la memorable sentencia de Bertrand Russell en el sentido de que el comunismo y el cristianismo no son incompatibles por sus diferencias sino por sus similitudes. Por lo demás, la economía cuasi-capitalista intervenida y corporativista que está dando un impulso a las regiones más prósperas de China es un modelo mucho más cercano a la doctrina de la Iglesia que una economía capitalista liberal. La doctrina social católica sólo requiere que se respete hasta cierto punto la propiedad privada. En otros puntos, las diferencias no son esenciales. Por ejemplo, si China estuviese subpoblada en vez de superpoblada, y el estado chino prohibiera la anticoncepción y el aborto de la misma manera que ahora prohíbe tener más de uno o dos hijos, la Iglesia Católica con seguridad apoyaría esta restricción gravísima a la libertad con todas sus fuerzas y quizá hasta estaría dispuesta a dejar pasar otras intromisiones del estado.

El resto del artículo de Rosales es más de lo mismo. Hay que notar que el hombre no es un novato: escribió un libro sobre “Argentina en un mundo bipolar” y es co-autor de una biografía de Francisco. A juzgar por su manifiesta incomprensión de la ideología económica de Francisco (que es un populismo voluntarista de libro de texto), su investigación ha sido floja en este punto. O quizá sea que, simplemente, haya encontrado como tantos otros a un personaje que es, como anhelaba San Pablo, “todo para todos los hombres”: un papa carismático que sirve de espejo a las expectativas de católicos de nombre y de fanáticos, de cristianos de base y de alcurnia, de liberales, conservadores, socialdemócratas e izquierdistas, de empresarios piadosos y venales y de millones de pobres. Hasta ahora el espejo no ha sido más que eso, y a juzgar por quienes lo admiran desde sus posiciones de poder, más allá de todas las vagas expresiones de deseo, nadie espera que Francisco sirva más que para gestionar el statu quo.

jueves, 12 de diciembre de 2013

Rusia contra los homosexuales (una más y van…)

Rusia parece estar haciendo grandes esfuerzos por volver atrás el reloj del progreso y convertirse en uno de los lugares más odiosos del Occidente cristiano. En una de las últimas tentativas en ese sentido, el parlamento, contagiado del beaterío retrógrado de la Iglesia Ortodoxa, hizo ley otra medida destinada a marcar a los homosexuales como indeseables. Así lo anuncia, con rencoroso placer, el sitio de propaganda integrista InfoCatólica:
Las adopciones de niños rusos sólo se permitirán a Italia, que no admite el «matrimonio» gay. Lo ha declarado hoy el representante del Kremlin para los derechos de la Infancia, Pavel Astakhov, como informa la agencia Interfax. «Actualmente Italia es el único país en el que los ciudadanos tiene la posibilidad de adoptar niños rusos», ha explicado Astakhov, «porque este país no reconoce el «matrimonio» homosexual, y, en consecuencia, no debemos cambiar nada en el acuerdo vigente y, además, ellos respetan los términos de este acuerdo».
La ley, aprobada en junio, dictamina que no se pueden dar niños rusos en adopción a gente de ningún país que reconozca el matrimonio entre parejas del mismo sexo. Rusia sólo tenía acuerdos de adopción con algunos países europeos y con Estados Unidos; estos últimos quedaron invalidados por otra ley, dictada en represalia por Rusia luego de un escándalo internacional que nada tuvo que ver con el asunto, y de los países europeos con los que Rusia tenía acuerdos, sólo Italia permanece a la zaga del resto considerando a las parejas homosexuales como indignas de reconocimiento estatal. Nótese que la ley no prohíbe meramente dar niños en adopción a parejas del mismo sexo de ciertos países, sino que elimina toda posibilidad de acuerdo con esos países, sin más.

A diferencia de la mayoría de los países civilizados, en los últimos años en Rusia la homofobia ha aumentado en vez de disminuir. Los legisladores rusos no hacen sino responder a esa tendencia, quizá por su propio odio, quizá afectando lo que creen que les traerá adhesiones. Los homosexuales son el chivo expiatorio de un gobierno en decadencia, blanco de violencia entre cuyos autores se mezclan seguidores de la Iglesia Ortodoxa y grupos neonazis. Putin ha llegado a decir que los gays están despoblando Europa, idea que nos resulta familiar a los que prestamos atención a las divagaciones de los “pro vidas” católicos y de los papas; para el patriarca ruso Kiril, reconocer los matrimonios homosexuales es un signo del apocalipsis. Todo el asunto es una mezcolanza tóxica entre un nacionalismo exacerbado con una identidad vinculada patológicamente al cristianismo y una confluencia de intereses entre el autoritarismo de Putin y el fanatismo medieval de los ortodoxos.

(Vale la pena leer los tres o cuatro comentarios en la nota de InfoCatólica que cité al comienzo. Le dan a uno escalofríos pensar en lo que haría esta gente con aquéllos que les caen mal si tuvieran detrás el poder de un gobierno para hacerlo.)

lunes, 9 de diciembre de 2013

Una mujer contra los obispos

Por primera vez una mujer demandó judicialmente a la Conferencia de Obispos de Estados Unidos por su imposición del dogma antiabortista por sobre la salud de los pacientes.

La mujer, Tamesha Means, estaba embarazada de 18 semanas cuando sufrió una ruptura prematura de membranas y recurrió de urgencia a Mercy Health Partners, un establecimiento sanitario que se identifica como católico. El embarazo estaba virtualmente perdido y Means sufría un terrible dolor, pero los médicos, en cumplimiento de las directivas de la Iglesia, se negaron a provocarle un aborto. Volvió más tarde y fue rechazada nuevamente. La tercera vez, ya con una infección y mientras en el hospital se preparaban para enviarla a su casa nuevamente, Means abortó espontáneamente; sólo entonces le dieron la atención debida. El hospital no se negó a realizar un aborto: ni siquiera se lo mencionaron.


No se trató de un caso de objeción de conciencia. Si la legislación lo permite (puesto que no es un derecho sino una excepción) un profesional médico puede negarse a realizar un aborto, pero debe informar a la paciente para permitirle que busque a otro profesional que sí lo haga. En el contexto de una institución de salud, la misma es responsable de contar con un profesional que esté dispuesto a hacerlo, o de derivar a la paciente a otro hospital.

Pero aquí no se ofreció información ni alternativas. El hospital Mercy Health Partners es católico, frase un poco absurda (¿cómo puede tener fe religiosa una institución, cuando la fe es un asunto personal?) que se resume en que las leyes y la ética normales no se aplican, sino las directivas de un grupo de hombres célibes sin conocimiento alguno del tema, elegidos a dedo por un monarca absolutista extranjero. Las Directivas Éticas y Religiosas para los Servicios Católicos de Cuidado de la Salud, documento de los obispos estadounidenses que “sus” hospitales deben respetar, prohíben el aborto bajo cualquier circunstancia. Esto incluye, aunque no lo dice específicamente, el riesgo de vida de la mujer embarazada.

Una vez más queda probado que los hospitales católicos no son seguros para las mujeres, y que permitir que las leyes cedan lugar a la doctrina religiosa en la vida pública es una claudicación inadmisible por parte de los legisladores.