Siguiendo con el tema de la circuncisión infantil, prohibida recientemente por un tribunal en Colonia, Alemania, me gustaría traducirles
algo que escribió Giles Fraser, un sacerdote anglicano de ascendencia judía, para su columna habitual en el diario británico
The Guardian. Creo que es una obra maestra de la argumentación falaz y el golpe bajo. Su ataque apunta a la idea liberal clásica de la libertad de elección.
(…) La circuncisión de los bebés va en contra de una de las presunciones básicas de la mente liberal. El consentimiento informado está en la base de la capacidad de elección, y la capacidad de elección es la base de la sociedad liberal. Sin consentimiento informado, la circuncisión se considera una forma de violencia y una violación de los derechos fundamentales del niño. Por eso es que yo veo la mentalidad liberal como una forma disminuida de la imaginación moral. Hay más que simple elección en el campo de lo bueno y lo malo.
Más aún: hacer de la elección la regla de oro en toda circunstancia es ceder al lenguaje moral del capitalismo.
No sé ustedes, pero a mí acusar a otros de seguir “una forma disminuida de la imaginación moral” me suena bastante a un permiso autoconcedido para justificar cualquier cosa como “moral”. Lo del capitalismo me deja perplejo (hasta donde yo sé, ni Fraser ni la iglesia a la que sirven son anticapitalistas, ni mucho menos).
Fui circuncidado por un mohel a los ocho días de edad sobre la mesa de la cocina de mi abuela (…). No fue por razones sanitarias. Fue una afirmación de identidad. Sea lo que sea que se entienda por la resbaladiza identificación de “ser judío” —mi padre lo es, mi madre no—, tenía algo que ver con esto. La circuncisión me marcó como perteneciente a esto. (…)
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Circuncisión de Cristo,
de Friedrich Herlin (1466) |
Hasta donde yo sé y entiendo, afirmar una identidad es algo que sólo puede hacer un agente responsable y autoconsciente. La identidad afirmada fue la del padre de Giles Fraser, la de su abuela y la del
mohel, no la del pequeño Giles, que no estaba en condiciones de afirmar nada, mucho menos algo tan complejo como una identidad judía. Fraser se lamenta de que su esposa lo haya convencido de no circuncidar a su propio hijo:
Todavía encuentro difícil aceptar que mi hijo no esté circuncidado. El filósofo Emil Fackenheim, sobreviviente del campo de concentración de Sachsenhausen, añadió famosamente a los 613 mandamientos de las escrituras hebreas un mandamiento número 614: “no le concederás a Hitler victorias póstumas”. Esta nueva mitzvá insistía en que abandonar la propia identidad judía era hacer uno mismo el trabajo de Hitler. A los judíos les ordenan sobrevivir como judíos los mártires del Holocausto.
Como yo no soy judío, quizá esté errando groseramente al decir esto, pero como ser humano me resulta inadmisible y despreciable esta clase de justificación. El mandamiento de Fackenheim puede entenderse de muchas maneras, con algunas de las cuales yo podría estar de acuerdo: la necesidad de memoria histórica, por ejemplo; la obligación de alertar contra las ideologías destructivas a la comunidad propia y a la sociedad toda; un mandamiento de no desesperar y de seguir adelante, construyendo y reconstruyendo. Pero yo no creo en mandamientos de ninguna clase. Y dudo que Fackenheim se planteara que dejar de circuncidar a un niño equivalía a traicionar la memoria de los muertos.
Uno de los más comunes errores modernos acerca de la fe es que es algo que ocurre dentro de la cabeza de uno. Eso es una tontería. La fe se trata de ser parte de algo más grande que uno mismo. No nacemos como pequeños agentes racionales en potencia, sin formar como seres morales hasta tener la capacidad de pensar y elegir por nosotros mismos. Nacemos a una red de relaciones que nos otorgan un trasfondo cultural contra el cual las cosas adquieren sentido. “Nosotros” viene antes que “yo”. El “nosotros” constituye nuestro horizonte de significación. Por eso es que muchos judíos que se consideran ateos aún se consideran judíos. Y la circuncisión es la manera en que los hombres judíos y musulmanes son marcados como partes involucradas en una realidad más grande que ellos mismos.
Ésta es la parte más blanda, más cristiana progre, más pseudo-sociológica de la argumentación. “La fe se trata de ser parte de algo más grande que uno mismo.” ¿Qué quiere decir eso? Absolutamente nada. Es una redefinición de la palabra
fe que la pone en el lugar de la identidad étnica. Es verdad, aunque una verdad obvia, que no nacemos en un vacío sino dentro de una comunidad, que impone automáticamente ciertos valores, o costumbres que devienen valores. Pero si la presión de la comunidad cruza ciertos límites, ¿no tiene el individuo derecho a reaccionar? ¿No debe la ley protegerlo cuando él no puede hacerlo? ¿Justificará Fraser la mutilación genital femenina, que es una marca de identidad de muchos musulmanes y no pocos cristianos en África y Asia? ¿Le parecen correctos los ritos de pubertad de las tribus africanas, que cortan la piel de los jóvenes con piedras afiladas y untan las heridas con ceniza para producir cicatrices permanentes? A fin de cuentas, quienes no tienen esas marcas son considerados indignos de la comunidad. ¿Opinan los judíos que un incircunciso no es judío, que es indigno, que es un traidor a la memoria de los muertos del Holocausto?
“Yo” siempre debe venir antes que “nosotros”. Si no hay un “yo” que
decida pertenecer, el “nosotros” al que pertenece se vuelve una masa amorfa, voluble, lista para abusar de sus miembros o para ser llevada de la nariz por políticos y chamanes de variado pelaje. Si el “nosotros” es más importante que el “yo”, el individuo se vuelve un número intercambiable, un ente etiquetado —marcado, como dice Fraser— por su etnia y su religión.
Eso, y no renunciar a una marca corporal, es darle una victoria a una ideología aborrecible.