#unsaludo a los #ateos q sienten la necesidad de burlarse de las creencia de los demas. No es lo mismo diferir q burlarse... #growupReconozco que algunas veces me he permitido burlarme de alguna creencia particularmente estúpida, aunque jamás he sentido la necesidad o compulsión de burlarme de las creencias de otra persona en su cara. Pero como sé muy bien de dónde viene esta clase de idea, decidí contestar.
@El_Cambumbo #ateos http://bit.ly/efnKa7 "Si no quieres que me burle de tus creencias, no creas cosas tan ridículas." O desagradables.El vínculo al cual lo referí es una muy interesante nota en La tercera cultura, titulada “La perversión del respeto: las religiones a la búsqueda de la hegemonía cultural”, que había encontrado hacía unos días y que precisamente me proponía comentar aquí. Es la traducción de una charla dictada por Robert Rodeker, filósofo francés que en 2006, luego de una nota publicada por el diario conservador y secularista Le Figaro donde atacaba la figura de Mahoma, pasó a integrar el creciente contingente de críticos del islam amenazados de muerte por los fundamentalistas y abandonados cobardemente a su suerte por las autoridades, los medios y casi todos los autoproclamados amantes de la libertad de expresión por haber infringido los sagrados límites de la corrección política. Como a Salman Rushdie, se le reprochó haber insultado las sensibilidades de los musulmanes.
En este caso y muchos otros, la implicación parece ser que un acto verbal o escrito de crítica que apunte a un texto “sagrado” o a una figura reverenciada es equiparable a —y por tanto justifica— la amenaza cierta de violencia, incluso de muerte violenta. La crítica de Rodeker fue un ataque por vía de descripción: Mahoma, escribió, fue “un jefe guerrero sin misericordia, un saqueador, un asesino de judíos y un polígamo” (que se permitió incluir entre sus muchas esposas a una niña de nueve años). Esto, si uno cree en lo escrito en el Corán, es estrictamente cierto. La crítica de Rushdie ni siquiera fue concebida como tal, aunque es comprensible que así fuera entendida: se permitió mencionar la existencia de los versículos que según la tradición fueron suprimidos por el mismo Mahoma por considerar que eran un engaño, fruto de inspiración satánica. La mayoría de los que juraron vengarse de Rushdie por la ofensa nunca habían leído el libro, de la misma manera en que la mayoría de los que juraron matar a los dibujantes del diario danés Jyllands-Posten tampoco habían visto jamás los comics “blasfemos”.
En todos estos casos la opinión de los líderes religiosos, de los medios y (es de suponer) de gran parte de la opinión pública liberal, progresista, fue que ellos se lo habían buscado.
Ésta es exactamente la misma reacción de quienes, ante la violación de una mujer, justifican implícitamente al violador haciendo notar que la mujer vestía ropas demasiado reveladoras.
Decía Confucio que una de las condiciones para el correcto funcionamiento de la sociedad era la rectificación de los nombres, es decir, emplear las palabras de manera que se ajusten a lo que representan. La receta confuciana en realidad apuntaba a preservar los roles de una sociedad rígidamente jerárquica, en la cual cada uno supiera lo que era y lo que debía hacer, pero a un nivel superficial el principio es útil para nuestra discusión. ¿A qué vamos a llamar “intolerancia”? ¿Qué valor le vamos a dar a ese término tan cargado? ¿Puede una sociedad como la que queremos funcionar correctamente si “intolerancia” —la incapacidad de tolerarnos unos a otros, la incapacidad de aceptar lo diferente— se vuelve un sinónimo de la mera expresión del desacuerdo?
Cuando le respondí a Ricky, en Twitter, él me dijo que “los ateos que se mofan de las creencias de los demás son tan intolerantes como las religiones que critican”. Le dije que no me parecían comparables la burla, la ironía, el sarcasmo o incluso el ataque verbal con la persecución, la intimidación o el asesinato. La respuesta de Ricky fue: “La intolerancia es la causa de ambos casos. La diferencia es que ellos (religión) tienen el poder. Si el poder fuera del que se burla, lo más probable [es que éste] sería el perseguidor, intimidador y asesino”. Y luego:
@alertareligion ¿No apoyas la intolerancia y sin embargo le llamas ridiculo a las creencias de otr@s? La verdad; ¿Quién tiene la "verdad"? Ellos no, pero tampoco tu, entonces ¿Que te da el derecho de llamarle ridiculo? Por como te expresas, es obvio que eres inteligente, y sabes q con ataques no logras nada. Sólo satisfacer los deseos de venganza. "Si quieres cambio verdadero, pues camina distinto" @Calle13Oficial.(Tengo una vaga idea de quiénes son Calle 13, pero dudo que sirva discutir con trozos de canciones. Ignoremos eso.) La noción de que llamar ridículas las opiniones ajenas es intolerante sigue ahí, al igual que el trillado recurso a la imposibilidad de tener la verdad. (Tengo la teoría de que la prédica religiosa constante contra el relativismo ha provocado una contrarreacción irracional, casi alérgica, de muchas personas que no adhieren al fanatismo religioso, volcándolas hacia un relativismo radical que se siente obligado a insistir en la equiparabilidad de todas las creencias. Que nadie tenga la verdad absoluta no implica que todos estemos igualmente lejos de ella. Si yo no creyera que estoy más cerca de la verdad que mi oponente, no me molestaría en debatir con él, ni en luchar contra la imposición de sus ideas, ni en buscar ningún tipo de cambio en la sociedad: todo me daría lo mismo. El relativismo radical es conformismo puro, es puro slogan, como “camina distinto”. No se puede caminar si no hay camino, el camino se hace convenciendo a otros de que cambien de ruta, lo cual requiere debate, confrontación, choque de ideas.) Enseguida, además del texto de Rodeker que cité, me vino a la mente la ya famosa exposición del astrónomo Phil Plait sobre el objetivo del escepticismo, cuyo título informal, Don’t Be a Dick, se ha transformado a su vez en un slogan.
El discurso de Plait tiene más que ver con la relación entre el pensamiento crítico y la pseudociencia, pero podemos extrapolar con facilidad a otros campos. Parece bastante claro que nadie va a decidir que su religión es falsa porque un ateo tras otro vaya y le grite (o le llene su muro de Facebook o su timeline de Twitter o lo que sea) que sus creencias son idiotas y que él es un retardado mental. Parece bastante claro que insultar o burlarse de las ideas del otro se puede interpretar como un insulto personal, y que como estrategia para “desconvertir” a un creyente, es generalmente inútil o incluso contraproducente. Está clarísimo, supongo, que nadie debería abogar por una prédica del ateísmo basada en ridiculizar al creyente. Don’t be a dick, es decir, no te comportes como un idiota, no seas un energúmeno asocial, no trates a los demás como si te las supieras todas y ellos fueran retrasados. No seas sobrador. No seas creído.
Todo esto no significa, no debe significar, que cada crítica a un pensamiento irracional debe ser una suave y pausada exposición marcada por el respeto a la exquisita sensibilidad del interlocutor. En muchos casos el interlocutor ni siquiera desea escucharnos. El interlocutor no tiene paciencia para nuestros argumentos razonados, porque no tiene ganas de razonar. En un mínimo de casos el interlocutor es realmente un idiota y está orgulloso de su ignorancia. En otros casos el interlocutor es una persona muy inteligente a su manera que cultiva la ignorancia en los demás para su beneficio. Los críticos del argumento de Plait (y hubo muchos apenas se conoció su exposición) señalaron, correctamente, que en los foros abiertos de hoy las discusiones suelen ser leídas y comentadas por muchas personas que no saben muy bien de qué lado están porque no tienen toda la información a mano, y que por eso no siempre (o casi nunca) discutimos para convencer al interlocutor: discutimos para que los expectadores conozcan las ideas del otro y vean cuán falsas o ridículas son en realidad; discutimos para exponer nuestras propias ideas con claridad a un público que quizá nunca las había escuchado, o sólo había tenido contacto con ellas a través de filtros o en forma distorsionada.
El ridículo, la ironía, el sarcasmo, incluso el lenguaje deliberamente fuerte, forman parte del arsenal retórico de la humanidad desde hace siglos. Los intentos de supresión de estos artificios argumentativos también tienen una larga historia. El carnaval fue prohibido y permitido intermitentemente en la cristiandad porque el espíritu del carnaval es la inversión de roles y la licencia para la burla a los superiores y los poderosos, carácter que conserva en algunos lugares (por ejemplo, en el caso latinoamericano, en Uruguay). El carnaval permite que personas comunes se disfracen de obispos o reyes, demostrando así por ostensión que los obispos y reyes no son más que personas comunes. La sátira, estrechamente unida al carnaval, también ha sido siempre un blanco del poder religioso y temporal, a pesar de lo cual surge y vuelve a surgir. Poner a los dueños autonombrados del poder y de la verdad en ridículo es un ejercicio sano de libertad de expresión.
Existe un límite al ridículo, difícil de trazar, que es la incitación a la violencia. Los poderosos suelen equiparar el desorden con la violencia. La burla trastoca las relaciones sociales, por lo tanto —así dicen— lleva al caos, a la sedición, a la desintegración. El castigo preventivo ante este improbable desenlace es la supresión de quien se burla, que las religiones (con apoyo del poder temporal) han practicado desde que existen: el exilio, la cárcel, el veneno, la lapidación o la horca. Todo esto parece bastante desproporcionado, y lo es. Cuando alguien me falta el respeto, se lo digo y me voy. Cuando a los intolerantes les faltan el respeto, suprimen a quien lo hizo, y eliminan también la oportunidad de otros de ver qué era aquello tan peligroso, tan subversivo, aquella burla tan desagradable que no podía ser tolerada.
La burla no es intolerancia. Intolerancia es obstruir los derechos del otro, es impedirle ser parte de la sociedad, es decidir que una idea no tiene derecho a existir. Ningún movimiento social progresista de nuestros tiempos se ha basado jamás en quitar derechos a una parte de la población: más bien al contrario, se trata de ampliar y equiparar los derechos de todos. La intolerancia de quien alega una creencia religiosa para imponer sus reglas a la sociedad no es comparable a la reacción de quien se burla de esas creencias, sea como forma oblicua de crítica o simplemente para desahogarse. El respeto absoluto a las creencias de todos, lo dije arriba y lo repito, es conformismo y es un abandono de nuestra responsabilidad social. La burla bien dirigida es, a veces, la única forma disponible para atacar creencias dañinas, venenosas, mortales.
Mi vecino, si sus creencias no hacen daño, no tiene que temer que me burle de ellas, por muy contrarias a las mías que sean. Y si lo hace, puede sentirse seguro, porque un sarcasmo demoledor es lo peor que puede esperar de mí. En manos de verdaderos intolerantes, no tendría esa suerte.