viernes, 29 de marzo de 2013

Me perdí el Día del Niño por Nacer, ¡qué tristeza!

Acabo de volver de mis vacaciones, justo a tiempo para el comienzo de esa curiosa fiesta cristiana donde debería conmemorarse con meditación, penitencia, ayuno y abstinencia la tortura y muerte del Hijo de Dios para aplacar la ira de Dios (que es su propio Hijo), y que se celebra de hecho yéndose de vacaciones a un lugar sin iglesias ni curas o como mucho de peregrinación a un lugar con atractivo paisajístico suficiente. Como cada año en estas fechas, miles y miles de cristianos con medio seso lanzan la pregunta supuestamente irónica de que por qué los ateos no trabajamos en “su” feriado cristiano de Semana Santa. Yo no sé qué pensarán ustedes, pero me imagino que en la Rusia de Stalin los cristianos habrán descansado bien y con mucho gusto en todos los feriados y conmemoraciones comunistas en los que el estado les imponía dejar de trabajar.

Como no estaba en casa me perdí la celebración, también bastante estrafalaria, del Día del Niño por Nacer, ese feriado católico-menemista que más correctamente debería llamarse Día del Cigoto, Embrión o Feto y Contra la Pobre Mujer que lo Gesta. De todas formas no es posible escaparse del fascismo católico en Argentina, así que incluso en mi apartado lugar de vacaciones (Malargüe, una ciudad de veinte mil habitantes en medio del desierto del sur de la provincia de Mendoza) me crucé con una manifestación misógino-fetista donde se mezclaban unas pocas señoras de mediana edad, un par de curas en siniestro atuendo de tales y un mar de niños y jóvenes acarreando pancartas.




En un lugar con tan pocos habitantes la marcha era relativamente considerable, pero de lo deprimente del espectáculo me consoló el hecho obvio de que la mayor parte de los participantes no estaban ahí por su propia voluntad ni tenía idea de lo que significa valorar más la vida de una bolita de células sin cerebro, o con apenas cerebro, que la de una mujer.

Otra cosa de la que no me fue posible escapar del todo fue el diluvio de noticias farandulescas sobre el Papa Francisco. Pero de ese tema ya hablaré con más tiempo. En breve volveré a mi ritmo habitual; hasta entonces, ¡no dejen que ningún cura los saque a pasear!

lunes, 25 de marzo de 2013

“¿Puede un ateo ser un fundamentalista?”, por AC Grayling


Hace unos días algo me apuntó a este texto, que escribió el filósofo británico A. C. Grayling. Algunas partes son más bien específicas de Gran Bretaña o de Europa, pero todo es pertinente. El original se llama Can an atheist be a fundamentalist? (“¿Puede un ateo ser un fundamentalista?”) y fue publicado por el diario The Guardian el 3 de mayo de 2006. Traduzco:
Es hora de terminar con los errores y presunciones que descansan detrás de cierta frase, usada por ciertas personas religiosas cuando se refieren a aquéllos que hablan con llaneza sobre su no-creencia en afirmaciones religiosas: la expresión “ateo fundamentalista”. ¿Cómo sería un ateo no fundamentalista? ¿Sería alguien que cree sólo a medias que no hay entidades sobrenaturales en el universo; que sólo existe quizás parte de un dios (un pie divino, digamos, o una nalga)? ¿O que los dioses existen sólo parte del tiempo, digamos los miércoles y los sábados? (Esto último no sería tan extraño: para muchos cuasi-teístas poco pensantes, hay un dios sólo los domingos.) ¿O podría ser que un ateo no fundamentalista es uno al que no le importa que otras personas tengan creencias profundamente falsas y primitivas sobre el universo, basándose en las cuales se han pasado siglos asesinando en masa a otras personas porque no tienen exactamente las mismas creencias falsas y primitivas que ellos… y que todavía lo siguen haciendo?

Para los cristianos, “ateos fundamentalistas” son, entre otras cosas, aquéllos que preferirían dejar a otras personas sin el consuelo de la fe (especialmente a los viejos y los que están solos) y sin la compañía de un protector benigno e invisible en la noche oscura del alma, mientras que (según afirman) ignoran la apabullante belleza del arte inspirado por la fe. Sin embargo, el cristianismo en su forma moderna y sensiblera es una versión reciente y altamente modificada de lo que, durante la mayor parte de su historia, ha sido una ideología frecuentemente violenta y siempre opresiva; pensemos en las Cruzadas, la tortura, las hogueras, la sujeción de las mujeres a los embarazos y partos repetidos y a maridos de los que no podían divorciarse, la distorsión de la sexualidad humana, el uso del miedo (a los tormentos del infierno) como instrumento de control, los espantosos resultados de la calumnia contra el judaísmo. Hoy en día, por contraste, el cristianismo se especializa en música suave para crear ambiente; sus amenazas de infierno, sus exigencias de pobreza y castidad, su doctrina de que sólo unos pocos se salvarán y muchos se condenarán, han sido descartadas, reemplazadas por rasgueos de guitarra y dulces sonrisas. Se ha reinventado a sí mismo tantas veces y con tan asombrosa hipocresía, buscando mantener su control sobre los crédulos, que un monje medieval que despertara hoy, como El Dormilón de Woody Allen, sería incapaz de reconocer la fe que lleva el mismo nombre que la suya.

Por ejemplo: en Nigeria, se les dice a grandes feligresías que creer les asegurará altos ingresos; de hecho el Reverendo X les dice que serán más afortunados y ricos si se unen a su congregación que si se unen a la del Reverendo Y. ¿Qué le pasó al ojo de la aguja? Ah, concedámoslo: esa pequeña salida se cerró hace mucho. ¿Qué le pasó entonces a aquello de “mi reino no es de este mundo”? ¿Qué quedó de las bendiciones de la pobreza y la humildad? La Iglesia Anglicana abolió oficialmente el Infierno por una resolución sinodal en los años 1920, y los estrictos dictámenes de San Pablo sobre el lugar de las mujeres en la iglesia (que son que éstas deben sentarse en la parte de atrás y quedarse en silencio, con la cabeza cubierta) son ignoradas hasta tal punto que hasta hay mujeres vicarias, y pronto habrá mujeres obispas.

No hace falta aventurarse hasta Nigeria para ver en funcionamiento las hipocresías de la reinvención. Bastará con ir a Roma, donde la última verdad eterna en ser abandonada es la doctrina del limbo: el lugar donde van las almas de los bebés no bautizados. Entretanto, algunos cardenales están dejando asomar la idea de que los preservativos son aceptables, sólo dentro de las relaciones matrimoniales por supuesto, en países con alta incidencia de infecciones por HIV. Esto último, que para cualquiera salvo un católico practicante es no sólo de sentido común sino un imperativo humanitario, es un cambio asombroso dentro de su contexto. Los católicos sensatos han pasado por alto durante generaciones las doctrinas sobre la anticoncepción mantenidas por los hombres viejos y reaccionarios del Vaticano, pero ¡ay!, dado que es la tarea de todas las doctrinas religiosas el mantener a sus devotos en un estado de infancia intelectual (¿cómo, si no, lograr que cosas absurdas sigan pareciendo creíbles?), un número insuficiente de católicos han podido ser sensatos. Obsérvese Irlanda, hasta hace muy poco tiempo, como ejemplo de la miseria que el catolicismo inflige cuando es capaz.

“Infancia intelectual”: la expresión nos recuerda que las religiones sobreviven principalmente porque le lavan el cerebro a los jóvenes. Tres de cada cuatro escuelas anglicanas son escuelas primarias; todos los credos que compiten actualmente por el dinero de nuestros impuestos para hacer funcionar sus escuelas “basadas en la fe” saben que si no hacen proselitismo entre niños intelectualmente indefensos de tres o cuatro años, su dominio eventualmente se aflojará. Inculcar a niños pequeños las variadas falsedades (diferentes entre sí, nótese) de las grandes religiones es abuso infantil y un escándalo. Desafiemos a la religión a dejar en paz a los niños hasta que sean adultos, momento en el cual se les podrán presentar los elementos básicos de la religión para que los mediten con madurez. Por ejemplo: dígasele a un adulto de inteligencia promedio y hasta ese momento libre de lavado cerebral religioso que en alguna parte, invisible, hay un ser en cierta manera como nosotros, con deseos, intereses, propósitos, recuerdos y emociones de ira, amor, venganza y celos, pero sin ninguna de nuestras fallas como la mortalidad, la debilidad, la corporeidad, la visibilidad, la limitación del conocimiento; y dígasele que este dios mágicamente embaraza a una mujer mortal, que luego da a luz a un ser especial que realiza variados prodigios, antes de partir hacia el cielo. Elijamos qué versión de la historia contar: que un Rey del Cielo embarace —veamos— a Danae o Ío o Leda o a la Virgen María (etc. etc.), y que de allí resulte una progenie destinada al paraíso (Hércules, Cástor y Pólux, Jesús, etc. etc.), o cualquiera de las otras formas de esas mismas exactas historias en las mitologías de Babilonia, Egipto u otras… y luego preguntémosle cuál de ellas desea creer. Se puede garantizar que tal persona dirá: ninguna de ellas.

Así pues, para no ser un ateo “fundamentalista”, ¿cuál de las absurdeces sugeridas en el párrafo precedente debería un ateo pasar discretamente por alto? ¿Sería un “ateo moderado” uno al que no le importe cuántos cientos de millones de personas han sido dañadas profundamente por la religión a lo largo de la historia? ¿Debería ser uno que sonría con indulgencia ante la antipatía de los sunnitas hacia los chiítas, los cristianos por los judíos, los musulmanes por los hindúes, y todos ellos por cualquiera que no crea que el universo es controlado por poderes invisibles? ¿Es un ateo aceptable (para los creyentes) aquél que considera razonable que la gente crea que los dioses suspenden las leyes de la naturaleza ocasionalmente para responder a plegarias personales, o que para salvar el alma de alguien de cometer más pecados (especialmente el de herejía) es conveniente para sus intereses asesinarlo?

Tal como están las cosas, ningún ateo debería darse ese nombre. El término ya es un pase libre para los teístas, porque invita a un debate en su propio terreno. Un término más apropiado es “naturalista”, el cual denota a alguien que considera que el universo es un reino natural, gobernado por leyes naturales. Esto apropiadamente implica que no hay nada sobrenatural en el universo: ni hadas ni duendes, ni ángeles ni demonios, ni dioses o diosas. Bien podríamos llamar a estas personas “anhadistas” o “aduendistas” tanto como “ateos”; tendría el mismo significado o falta de él. (La mayor parte de la gente, sin embargo, olvida que la creencia en hadas era común hasta comienzos del siglo XX; la Iglesia luchó una larga y dura batalla contra esta superstición competidora, y ganó en gran medida gracias a —ya lo adivinó el lector— las escuelas y jardines de infantes fundados en la segunda mitad del siglo XIX.)

Según el mismo criterio, por lo tanto, la gente con creencias teístas deberían llamarse sobrenaturalistas, y se les puede dejar a ellos la tarea de intentar refutar los hallazgos de la física, la química y las ciencias biológicas en un esfuerzo para justificar su afirmación de que el universo fue creado y está a cargo de seres sobrenaturales. Los sobrenaturalistas adoran afirmar que algunas personas irreligiosas se vuelven a la oración cuando están en peligro mortal, pero los naturalistas pueden responder que los sobrenaturalistas típicamente depositan una gran fe en la ciencia cuando se encuentran (digamos) en un hospital o un avión, y con mucha mayor frecuencia. Pero por supuesto, como devotos de la idea de que todo es consistente con sus creencias —incluso las refutaciones aparentes de las mismas—, los sobrenaturalistas pueden afirmar que la ciencia misma es un don de dios y justificarse así por hacerlo. Entonces deberían, sin embargo, recordar a Popper: “Una teoría que lo explica todo no explica nada.”

Para terminar, vale la pena señalar una táctica retórica relacionada y característica de las personas con fe. Se trata de su intento de describir el naturalismo (ateísmo) como una “religión”. Pero por definición una religión es algo centrado en la creencia en la existencia de agentes o entidades sobrenaturales en el universo; y no meramente su existencia, sino su interés en los seres humanos de este planeta; y no meramente su interés sino su interés particularmente detallado en lo que los humanos vestimos, lo que comemos, cuándo lo comemos, lo que leemos o vemos, qué cosas tratamos como limpias o impuras, con quién tenemos sexo y cómo y cuándo; y así para una multitud de otras cosas, como la invisibilización de las mujeres bajo una vestimenta envolvente, o pegarse cajitas a la frente o repetir ciertas fórmulas de memoria cinco veces al día, etc. etc., sin fin a la vista, y con amenazas de castigo si uno hace cualquiera de esas cosas mal.

Pero el naturalismo (el ateísmo) por definición no supone tales creencias. Cualquier cosmovisión que no presuponga la existencia de algo sobrenatural es una filosofía, o una teoría, o como mucho una ideología. Si es cualquiera de las dos primeras, en su mejor expresión aceptará como ciertas las cosas en proporción a la evidencia que existe para aceptarlas, conocerá que cosas podrían refutarla y estará lista para revisarse a sí misma a la luz de nuevas evidencias. Ésta es la esencia de la ciencia. No es sorprendente que no se haya combatido ninguna guerra, ni instigado ningún pogrom, ni nadie haya sido quemado en la hoguera, a causa de teorías rivales en la biología o la astrofísica.

Y uno puede conceder que la palabra “fundamental” sí se aplica, a fin de cuentas: en la expresión “fundamentalmente sensato”.

martes, 19 de marzo de 2013

Contra los subsidios a las escuelas confesionales

El pasado martes 12 un grupo de manifestantes de un grupo de izquierda llamado “Movimiento Popular La Dignidad” (MPLD) entró a la Catedral Metropolitana de Buenos Aires y se instaló allí durante unas cinco horas, reclamando al Ministro de Educación de la Ciudad que el estado porteño deje de subsidiar a las escuelas privadas (de las cuales 50% son católicas) e invierta en cambio en las escuelas públicas, desde hace largo tiempo en declive.

Foto: LA NACION / Ezequiel Muñoz

Poca simpatía me inspira la ideología del MPLD y considero que la metodología empleada para el reclamo no fue demasiado útil a la causa, pero hay que reconocerles que lograron instalar (siquiera por unos días) una discusión que ningún otro movimiento o partido político importante se ha animado a plantear con fuerza. Como ya escribí en otras ocasiones, en Argentina existió una vez un consenso estatal, producto de pensadores liberales, en el sentido de que la educación debía ser laica; dicha educación no era exactamente liberal sino que debía tender a la uniformidad de contenidos al servicio del estado, y en particular, a la asimilación de los inmigrantes que en ese entonces (fines del siglo XIX y principios del siglo XX) arribaban al país en inmensas cantidades. A medida que pasó el tiempo, el sueño se fue apagando. Llegamos al siglo XXI con una educación pública en estado catastrófico: con pocos fondos y mal empleados, edificios escolares en malas condiciones, materiales de estudio obsoletos, maestros mal pagos (razonablemente enojados, pero también acostumbrados a los vicios que aquejan al resto de los empleados públicos), y una matrícula consistente cada vez más en hijos de familias pobres, para los que la escuela es más un lugar de contención que de aprendizaje.

Según sus matices ideológicos, distintos gobiernos locales y nacionales han apoyado más o menos la educación pública, pero ni uno solo se ha planteado como objetivo la reducción progresiva y eventualmente total de los cuantiosos subsidios que el estado le otorga a las escuelas privadas (de las cuales, como bien señala el MPLD, gran parte son confesionales y de ellas la mayoría católicas). No es necesario ser ateo o antirreligioso para notar que ciertas políticas de estado comúnmente adoptadas van en contra de ciertas doctrinas religiosas. No tiene mucho sentido, me parece, que el estado financie la adoctrinación de los niños en una religión que enseña que es inmoral usar preservativos o anticonceptivos, mientras por otro lado gasta dinero en promover el uso de condones y anticoncepción hormonal y en proveerlos en sus centros de salud. Tampoco es razonable que el estado pague los sueldos de los maestros en una escuela donde se enseña que la homosexualidad es una enfermedad o una perversión, mientras que dicta leyes u organiza campañas contra la discriminación por orientación sexual.

El origen legal de estas absurdas contradicciones está en leyes educativas que obligan al estado a garantizar a los padres el derecho a que sus hijos sean educados según sus convicciones. Las de los padres, claro está; los hijos —y aquí está el problema— difícilmente tengan convicciones firmes. He escuchado objeciones liberales a la estatización de la enseñanza, pero pocas argumentaciones consideran suficientemente el hecho de que los hijos no son propiedad de los padres y de que el supuesto derecho a moldear las mentes infantiles se contrapone a la libertad de conciencia de los niños. Está claro que una educación neutral o libre de ideología es imposible; está más que claro que el monopolio ideológico del estado en la educación no es deseable. Pero dada la calidad paupérrima de la educación pública y la cantidad de contenidos mínimos, básicos, que hoy no son impartidos o no son asimilados por los alumnos, quizá sería una buena idea tener como objetivo un sistema educativo laico, estatal y gratuito que garantizara esa base mínima, y un sistema complementario (¡no alternativo!) de educación privada.

¿Se animará algún político argentino a incorporar a su plataforma electoral la eliminación progresiva de los subsidios a las escuelas confesionales, en pos de alcanzar el objetivo de un estado laico? ¿O seguirán todos ellos mirando para otro lado, dejando el tema en manos de un puñado de manifestantes de movimientos minoritarios sin significación electoral, que sólo pueden atraer la atención mediante el escándalo?

domingo, 17 de marzo de 2013

Vacaciones


Estimadísimos lectores: voy a faltar un par de semanas, ya que estoy de vacaciones. A esta hora estaré terminando la primera etapa de mi viaje. He dejado un par de posts programados para que no me olviden. Mi destino es la bella provincia de Mendoza, Argentina, y en particular el centro y sur de la misma, hogar de instituciones tan desagradables como el semillero de integristas del Instituto del Verbo Encarnado y el “Torquemada mendocino”, bien que ampliamente compensadas por una naturaleza espectacular, buen vino y mucho sol. Aunque espero dejar de oír sobre la inmensa bondad del papa Francisco, no tengo muchas esperanzas. Estaré de vuelta en dos semanas, justo antes de que las hordas nominalmente católicas aprovechen la conmemoración estatal del horrible sufrimiento de Jesús para salir a divertirse en masa obstruyendo rutas y lugares turísticos. ¡Hasta entonces!

viernes, 15 de marzo de 2013

Francisco


El miércoles, apenas después de las siete de la tarde local, ya de noche y con lluvia, una columna de humo blanco anunció a las miles de personas reunidas en la Plaza de San Pedro que los cardenales reunidos en cónclave habían elegido a un nuevo Papa de la Iglesia Católica Apostólica Romana. Un largo rato después, desfiles y ceremonias mediante, el cardenal Jean-Louis Tauran anunció en latín que el elegido era Jorge Mario Bergoglio, quien había adoptado para sí el nombre de Francisco. El papa es el primero latinoamericano, el primero jesuita, el primero no europeo desde hace casi trece siglos y el primero (exceptuando a Juan Pablo I) que elige un nombre nuevo desde hace exactamente 1100 años.

Todo esto quizá habla de un papa y de unos cardenales electores dispuestos a una renovación, como algunas personas (católicos abiertos, decentes, con buena voluntad, o simplemente no muy perspicaces) han supuesto y evidentemente desean. O quizá tanta novedad responde a una estrategia de supervivencia de una iglesia anquilosada, sacudida por escándalos, necesitada de nuevos semilleros de fieles, vocaciones y santos, que la Europa secularizada ya no provee. África es la tierra de promisión para el catolicismo: pobre, atrasada, ignorante, supersticiosa, hambrienta de consuelo; pero el único candidato africano potable, Peter Turkson, tuvo el mal tino de aparecer en los medios insinuando que matar homosexuales era apenas una medida “exagerada” y que en África no hay abusos sexuales a niños porque la cultura no es tolerante hacia los gays. Mejor América Latina, un territorio también pobre y supersticioso, pero uno donde el catolicismo es parte de la cultura, de las leyes y del gobierno. Un territorio que da la bienvenida a los santos populares; un continente donde la Iglesia Católica necesita pararle los pies al evangelismo ruidoso que le está quitando su condición hegemónica. Un papa con imagen vagamente progresista, proveniente de un país latinoamericano diverso, semi-europeizado, comparativamente secular pero no perdido al posmodernismo ni a la laicidad; un papa hijo de un inmigrante italiano, sin estridencias, de aspecto como de abuelo afable y firme; un hombre poco afecto a los lujos extravagantes, un buen comunicador, un buen interlocutor con otras religiones, un moderado para los suyos.

Que este mismo hombre esté sospechado de dejar sin protección a dos sacerdotes de su orden cuando la dictadura militar los perseguía, o que haya dicho que la campaña por la ley de matrimonio entre personas del mismo sexo era parte de una estrategia del demonio, no quita que tenga otros méritos. Muchas personas se están enterando recién ahora de la primera acusación, que ha estado ampliamente documentada durante un tiempo, y que no es la única ni siquiera la más grave; en cuanto a la segunda, más reciente, pocos parecen haberla recordado, quizá por ser algo tan esperable de un jerarca católico que jamás podría haber sorprendido, excepto por su inusual falta de diplomacia, debida con seguridad al hecho de haber sido parte de una carta privada, filtrada a la prensa, destinada no a los fieles de a pie o a la opinión pública sino a una comunidad de religiosas.

En la tarde argentina del miércoles había una cierta euforia nacionalista, que felizmente se vio pronto contrarrestada por esa reacción cínica, bastante cercana a un reflejo, que para bien y para mal es típica de los argentinos, acostumbrados como estamos a las componendas, la hipocresía protocolar de los políticos, las decisiones inconsultas de los poderosos y la cuidada ornamentación y puesta en venta de ídolos con pies de barro. Frente a quienes pretendían una alegría universal, hubo al menos unos pocos diciendo non habemus papam: el papa no es “nuestro” papa, no representa a Argentina ni a los argentinos; ni siquiera a todos los católicos, a menos que cada uno de quienes profesan esa fe se sienta personalmente representado por una persona que pide —como si nada tuviera él que ver con el asunto— reconciliación e implícito olvido de los crímenes de una dictadura con la cual la Iglesia que ahora preside colaboró entusiastamente, o por alguien que sindica a los activistas por los derechos de los homosexuales como agentes del diablo.

Sé que la mayoría de mis compatriotas no son así; espero que pronto, pasados esos primeros días de ingenuidad, recuperen el cinismo y la desconfianza que merecen encontrar ante sí, como una sensata barrera, todos los que llegan al poder y la gloria con pretensiones de poseer una verdad superior, por más humildes que sean sus maneras.

lunes, 11 de marzo de 2013

La Iglesia de las mujeres

“Nos hemos dado cuenta de que el fin de la Iglesia Católica está, en realidad, casi totalmente en manos de las mujeres. Pensemos esto: es desconcertante para cualquier ser humano racional observar cómo tantas madres en todo el mundo entregan sus hijos ciegamente a esta anacrónica plaga para la humanidad, o peor aún, aportan en forma regular a su mantenimiento financieramente, o en algunos casos incluso haciéndose monjas y continuando en su ignorancia la tarea proselitista de sus misiones parasíticas y retrógradas por todo el mundo. Por qué ciertas personas dedicarían tanta energía y esfuerzo a una organización que abierta e históricamente las desprecia con tal ferocidad es algo que desafía a la lógica. Quizá éste sea el caso más grande del mundo de síndrome de Estocolmo no diagnosticado.”
—Del movimiento Occupy the Vatican.

lunes, 4 de marzo de 2013

La imposición del ateísmo… por Twitter

Siempre he defendido las redes sociales como ámbito de difusión y discusión de ideas, contra aquéllos que afirman que no se puede esperar un debate serio u opiniones de valor en Facebook o Twitter. Dicho esto, es indudable que la llamada Revelación de Sturgeon sigue siendo válida: el 90% de los estados de Facebook y los tuits de Twitter son basura… y eso siendo muy, muy generoso. Sirva esto a modo de disculpas por escribir, en la peor tradición de los nuevos medios, sobre polémicas que sólo ocurren en un rincón infinitesimal de Twitter: específicamente, en la columna donde sigo las apariciones de las palabras ateo o ateos.



Una de las estupideces más frecuentes que se encuentra uno al seguir esos términos es una u otra variante de la idea de que los ateos siempre estamos metiéndonos con los creyentes y queriendo obligarlos a cambiar sus creencias. (De la misma familia que esta falacia son la que nos acusa de no respetar las creencias ajenas y la que compara el ateísmo con una religión fundamentalista y molestamente evangelizadora.) Aunque sé de antemano que es inútil, puesto que quien emite esta opinión es invariablemente una persona que no piensa antes de opinar, suelo aprovechar la ocasión para solicitar un ejemplo concreto de esa tendencia atea a imponer el ateísmo a los creyentes. La respuesta es casi siempre una evasiva, y a veces una indignación fingida ante el “malentendido”, que en la mente del creyente no prueba otra cosa que la disposición beligerante de los ateos, siempre dispuestos a ofenderse y buscar pelea.

¿Cuál es el motivo de tanta confusión? Mi impresión es que se trata del choque entre la realidad de la diversidad y la ilusión de uniformidad común a las mayorías. Salvo en algunos enclaves cosmopolitas, en Latinoamérica es bastante habitual que una persona promedio crea que los demás profesan su misma religión o una de la misma familia (el cristianismo). Las normas sociales dominantes se basan en esta uniformidad. (De la misma manera, la mayoría de los latinoamericanos suponen, a priori y no mediando indicios obvios, que la otra persona es omnívora y heterosexual, que tiene 23 pares de cromosomas, que ve y oye, que no está enferma de cáncer terminal, y un sinnúmero de otras cosas.) El quiebre de esta ilusión puede ser una sorpresa menor o resultar chocante.

Casi nadie, supongo, se sentirá enojado por descubrir que la persona con quien está hablando y que creía “normal” es ciega o tiene una trisomía cromosómica o sólo le queda un mes de vida. Pero así como no faltan personas que se ofenden ante una declaración abierta de homosexualidad (tomándola por un avance sexual indebido) o de vegetarianismo (tomándola por un reproche a quien disfruta de comer carne), hay una sorprendente cantidad de personas que parecen considerar la mera mención del ateísmo como un intento de socavar agresivamente la fe religiosa del interlocutor. Considérese cómo en Estados Unidos han sido criticados ciertos grupos ateos por pagar anuncios callejeros que simplemente decían cosas como “Si no crees en Dios, no eres el único”.

La reacción puede ser sólo eso —un especie de reflejo psicológico— o ir más lejos, hasta llegar a la susodicha acusación de “imposición del ateísmo”. Lo primero es tolerable, quizá; no así lo segundo, para mí al menos. Yo pienso que se trata de mera proyección, como la acusación de que el ateísmo es similar a una religión, pero también creo entender que hay algo más en juego. Una cultura religiosa uniforme es una protección para la fe del individuo poco inquisitivo. La mera presencia de un elemento discordante es una amenaza. Si todas las personas a nuestro alrededor piensan parecido a nosotros en ciertos asuntos clave, será tentador confiar en que no estamos muy errados en nuestro pensamiento. Es el argumentum ad numerum, aquella falacia que dice, por ejemplo, que miles de millones de personas creen en Dios y que tanta gente no puede estar equivocada. También es un argumento que parte de la premisa teísta de que el bien y la moral provienen de Dios. Un ateo que vive, trabaja, se relaciona, etc., es decir, un ateo que no sea un psicópata amoral o un pobre infeliz perpetuamente deprimido, es un desafío a esa creencia, que no mucha gente reconoce pero que está implícita en muchísimas conductas habituales.

El ateísmo es una conclusión a la que uno puede arribar de infinitas maneras y con la que puede hacer infinitas cosas. El indiferentismo en un extremo, el activismo militante en el otro, conforman una dimensión de comportamientos que puede adoptar un ateo dentro de la sociedad en la que vive, y nadie tiene derecho a imponerle a otro una forma de vivir el ateísmo. Yo he elegido la forma más sencilla, menos comprometida, de activismo, que es el de escribir este ínfimo blog y participar en un par de redes sociales. Desde este modesto lugar me permito recomendar a los lectores ateos que hagan lo que yo hago, que la mayor parte del tiempo no es otra cosa que levantar la mano y amablemente romper la ilusión, compartida por demasiada gente, de que todos pensamos más o menos igual y de que los disidentes somos pocos y anormales. Y si eso enoja a alguien, no es nuestro problema.