Una pareja peruana va a
demandar a una clínica de fertilidad asistida porque la mujer fue madre de una niña con síndrome de Down y una serie de otros desórdenes genéticos que, en teoría, deberían haber sido detectados antes de implantarle el embrión en cuestión. El padre justificó la demanda ante la prensa clamando: “¿
Cómo se sentiría si le dieran un producto fallado?”.
La desafortunada frase cayó como anillo al dedo para las agencias de desinformación católica ansiosas por demostrar que
la fecundación in vitro es inmoral, no sólo porque involucra seleccionar y desechar embriones, sino porque transforma al ser humano en un producto. Gloria Adaniya, de la organización “pro-vida y familia” CEPROFARENA, dijo:
“Nadie puede diseñar un tipo de bebé porque no se está hablando de objetos sino de vidas humanas. El ser humano, es un regalo de Dios y es un regalo del matrimonio, y no estamos en condiciones de estar eligiendo cómo debe ser.”
(Les dejo un momento para leer y saborear bien el oscurantismo fanático de esta contundente declaración, que tira por la borda siglos de medicina y ética en favor de un fetichismo salvaje como lo es la teología.)
La frase sobre el “producto fallado” se le puede perdonar al padre por tratarse de un momento de ofuscación, pero queda la pregunta. ¿Un ser humano puede ser tratado como un producto? La respuesta no se puede dar si no nos paramos antes a definir términos y marcar límites.
Hay una postura
esencialista, generalmente proveniente de dogmas religiosos pero también posible fuera de ellos, que mantiene que hay una esencia abstracta, una humanidad, que se encuentra en cada uno de nosotros y que preexiste a la autoconsciencia y a la formación del cuerpo físico. Para los cristianos, la persona existe desde la concepción —obviando la dificultad de decidir cuándo es eso, ya que se trata de un proceso y no de un instante discreto— y además es querida por Dios desde el principio. Hay una postura contraria, a la que suscribo y que es probablemente la de la mayoría de los no creyentes, que mantiene que no hay tal esencia humana abstracta sino que la persona se va construyendo gradualmente según las leyes conocidas de la física y la química y los procesos habituales, complicados pero más o menos bien descriptos, de la biología. En general los defensores de esta postura creemos que un embrión humano no es una persona y puede ser manipulado y destruido como casi cualquier otro conjunto de células; la personalidad, la humanidad, está en él sólo en potencia y no preexiste a la formación de un cuerpo humano viable y de la autoconsciencia que nos distingue del resto del reino animal.
La postura esencialista es una creencia incomprobada e incomprobable. La otra postura no es su opuesta sino más bien su antecesora prudente. Es sencillo comprobar que un embrión no tiene ninguna de las características que asignamos (y por las que distinguimos) a las personas. No tiene sentidos ni consciencia de sí, no tiene órganos diferenciados, no tiene un cerebro desarrollado y en funciones, no tiene voluntad. Tiene un determinado ADN y una tendencia fisicoquímica a determinados cambios que, con cierta probabilidad, lo llevarán en un futuro a transformarse en una persona. Esta última característica (su orientación hacia un “objetivo” final identificable como una persona humana) es condición necesaria, aunque de ninguna manera suficiente, para que la idea esencialista pueda plantearse. Si un embrión “humano” pudiera transformarse en cualquier cosa, la idea de que un embrión
es (esencialmente o metafísicamente) una persona desde la concepción sería ridícula.
Pero lo cierto es que un embrión sí puede transformarse en cualquier cosa, y de hecho lo hace: se transforma en seres humanos completamente distintos uno de otro (o bien, con frecuencia, muere antes). No hay una manera “científica” de determinar si un organismo dado es un ser humano; no hay un molde fijo, no hay un “ADN humano”. Cada uno de nosotros es distinto de los demás a nivel genético. Nos reconocemos unos a otros como personas por aproximación, no por el vislumbre de una esencia —no quiero decir
alma— innata a la humanidad. Nuestro ADN es similar, no igual, al de nuestros congéneres, pero también es similar al de los chimpancés, el de los gorilas, el de los orangutanes y el de los lirios del campo y el de las sanguijuelas, si bien en distinto grado; nuestra autoidentificación como especie es difusa, de índole estadística. Sólo el
Homo sapiens ha sobrevivido en la Tierra de las muchas razas de homínidos que la han surcado incluso hasta tiempos geológicamente recientes; si hubieran sobrevivido, este fácil esencialismo no las tendría tan fáciles.
Todo lo anterior es, desde luego, una blasfemia del más alto orden contra la doctrina judeocristiana de la Creación, y una de las razones por las cuales se puede argumentar que la teoría de la evolución no es aceptada, no
puede ser aceptada plenamente por ningún creyente de esa doctrina. Si el hombre no es especial y distinto
esencialmente —no por la mera contingencia biológica— entonces Dios sólo ha elegido a un animal inteligente para Su Plan.
Esto viene a cuento de que el padre ofuscado porque su bebé nació con síndrome de Down no está equivocado. El “producto fallado” que le dieron no es el bebé, sino el embrión del cual se originó. Y es un producto porque no es esencialmente distinto (ni morfológicamente muy distinto, al microscopio) del embrión creado por fecundación artificial de un caballo o de una rana. Es un producto porque no es una persona, excepto para aquellos que definen persona como cualquier cosa que surja de la unión de un óvulo y un espermatozoide humanos. Deja de ser un producto cuando podemos reconocerlo como uno de nosotros, incluso aunque no esté del todo desarrollado. Un chimpancé adulto tiene muchas más características de persona humana que un embrión humano; recurrir, como hacen los pseudocientíficos católicos, a la semejanza del ADN, los hace culpables del reduccionismo vulgar que ellos mismos suelen denunciar. Una persona no lo es porque su ADN sea parecido al de las otras personas (y pasemos por alto la definición circular inherente aquí) sino por otros rasgos, más variados y más flexibles, que lo hacen similar a nosotros, a los que ya sabemos que somos personas. Con la paradójica postura esencialista-reduccionista de los católicos, llegamos al absurdo de que se considere una persona de pleno derecho a un organismo que no tiene cerebro ni sentidos funcionales, mientras que un organismo con la inteligencia de un niño de tres años, clara voluntad propia y muy posiblemente una autoconsciencia queda en pie de igualdad, a nivel legal y ético, con un mosquito.
Los padres de la niña a los que hace referencia la nota no pretenden que ella sea menos que una persona, o una persona fallada. Lo que dicen es que la clínica de fertilidad les dio un embrión con fallas en sus genes, entendiéndose por fallas a desviaciones de la norma que entran en el terreno de lo patológico, y que podrían haber sido previstas. (La clínica dice que se les ofrecieron los tests de rutina y no los aceptaron; la madre dice que nunca les ofrecieron nada: una disputa legal que no vamos a dilucidar aquí.) En nuestra sociedad consideramos personas de pleno derecho,
a priori, a quienes tienen síndrome de Down (si su condición no les permite manejarse solos, tendrán un tutor, igual que cualquier otra persona en esa situación). No consideramos personas a los embriones en ningún sentido excepto —en casi toda América Latina— por la prohibición de destruir un embrión ya implantado en el útero.
Equiparar una cosa con otra es un engaño y una apelación emocional
de lo más ruin, y usarlo como propaganda para una visión del mundo oscurantista y antihumana es quizá la peor falta de respeto a la verdadera dignidad de la persona.