Leo el artículo titulado “
La fiesta y la cruzada”, que Mario Vargas Llosa publica en el diario español
El País refiriendo con aprobación a la
Jornada Mundial de la Juventud y que las agencias propagandistas católicas han citado
con fruición, y me cuesta leer en él todo lo que los católicos quisieran. No es mi propósito defender ni atacar a Vargas Llosa. Sus palabras son bastante claras; yo me limito a añadir mis observaciones.
En la primera parte del artículo pondera el “bonito espectáculo” de la JMJ y la “paz, alegría y convivencia simpática” que se vivió en Madrid. Menciona brevemente “pequeñas manifestaciones de laicos, anarquistas, ateos y católicos insumisos” y se enfoca en el grotesco incidente de unos antipapistas que arrojaron condones a unas niñas que rezaban el rosario, como si ése fuera el resumen de toda la intención de los manifestantes. No hace mención —aquí la expresión “brilla por su ausencia” se queda corta— de las cargas policiales contra manifestantes no violentos y periodistas, mención que uno esperaría de un vocero del liberalismo, defensor de la libertad de expresión y opositor consecuente de la represión estatal del disenso como Vargas Llosa (al menos de palabra) siempre ha sido. Creo que hay más en lo que dice de crítica al movimiento del 15-M o de los
indignados, que fueron parte importante pero no exclusiva de las manifestaciones laicas.
A continuación habla de las dos lecturas posibles de la JMJ: como evento de masas, superficial, dirigido a la cantidad y no a la calidad, y como muestra de la “pujanza y vitalidad” que la Iglesia Católica conserva. Sabiamente no descarta la primera; yo no descartaría la segunda, aunque tampoco la apoyaría tan entusiastamente como Vargas Llosa. Una célula que se divide aceleradamente puede ser el inicio de una vida o de un cáncer.
Sigue Vargas Llosa notando que España ya no era lo que era y que el Papa está preocupado (eso lo sabemos por él mismo). Habla de los encontronazos que ha tenido el gobierno de Rodríguez Zapatero con la Iglesia, encontronazos que a mi modo de ver fueron más bien ataques políticos de la jerarquía católica, coordinada con el PP, hacia el PSOE. Zapatero no ha tomado una sola medida que pueda llamarse de ruptura con la tradición de sometimiento a la Iglesia: una módica ampliación de la ley del aborto, la famosa asignatura de Educación para la Ciudadanía (cuyos contenidos no son del agrado de los obispos españoles, pero si fuéramos al caso, ningún material educativo apto para la Edad Moderna lo es).
El escritor pondera luego la
trayectoria de Joseph Ratzinger, de teólogo reformista a guardián de la fe y al papa más conservador desde hace décadas. Opina (creo que acertadamente) que la Iglesia no puede democratizarse, como le reclaman algunos a Benedicto XVI, porque se diluiría. Esto ha ocurrido de hecho entre los fieles, en su mayoría mucho más atraídos por los postulados de la modernidad y el liberalismo (autodeterminación del individuo, derechos civiles, etc.) que por los opuestos que representa la Iglesia, donde el individuo ni siquiera es dueño de su propio cuerpo y está obligado a creer en proposiciones emanadas de líderes supuestos infalibles. Las comunidades católicas sólo se sostienen en el aislamiento: en pequeños pueblos o dentro de sectas como el Opus Dei o el Camino Neocatecumenal (los llamados
kikos). En grupos más grandes es casi imposible vivir como católico consecuente.
Por eso entiendo que lo que dice Vargas Llosa, que “aunque pierda fieles y se encoja, el catolicismo está hoy día más unido, activo y beligerante que en los años en que parecía a punto de desgarrarse y dividirse por las luchas ideológicas internas”, es correcto. El mismo Benedicto XVI insinuó algo así en el pasado. Desde luego, la Iglesia no puede permitirse encogerse indefinidamente; pero si mientras se encoge, concentrándose el fanatismo de sus seguidores como se concentra la sal en un charco de agua de mar que se evapora, conserva firmes los tentáculos que hace siglos tiene proyectados hacia el interior de las esferas de poder político de los países donde alguna vez dominó, entonces no corre peligro de desaparecer. Puede transformarse, con el tiempo, en una “minoría intensa”, lo cual puede no ser mejor que su status actual; otro asunto es cómo manejarían esa situación ciertos pastores que dependen de la masividad de su rebaño.
Es tristemente cierto que ni los conocimientos científicos ni la cultura democrática han derribado y sustituido a la religión. Se han hecho avances, sin duda, y creo que Vargas Llosa no es justo con ellos: hace menos de tres siglos todavía era posible en Europa que una mujer fuera investigada como sospechosa de brujería, torturada y condenada por un tribunal sin opción real a defensa, mientras que hoy en día creer en la brujería se considera una superstición, la tortura es inadmisible y la defensa en juicio es un derecho que no se niega ni al peor de los criminales. Tampoco es admisible hoy discriminar a una persona por ser de una orientación sexual minoritaria, o considerarla poseída por un demonio por presentar trastornos psiquiátricos. En todos estos casos la postura más reaccionaria y barbárica provino de la religión tradicional, y fue vencida por la combinación de la ética moderna y de los conocimientos científicos. Pero por otra parte está claro que la superstición no ha sido vencida, y la población vive en gran parte aislada de los hallazgos científicos y sumida en un pensamiento mágico de un nivel promedio tan abismal que desespera.
La impresión que me deja el escrito de Vargas Llosa es la de un hombre viejo y cansado que ha perdido lo que (mal) llamamos la “fe en la humanidad”. Si la cultura sólo es “para pequeñas minorías, marginales al gran público” y nunca llegará a más, estamos ante una inversión total de las ideas decimonónicas de progreso indefinido, sostenida por los liberales de entonces: ideas que las guerras mundiales y la barbarie todavía reinante en gran parte del planeta han derribado, pero que no dejan de tener su encanto utópico y que deberían aunque más no sea servir de inspiración.
Vargas Llosa parece haberse puesto de parte de aquellos que, en vez de lamentar este tropezón, lo celebran (y de éstos hay tanto en la Iglesia Católica y otras religiones, esencialmente oscurantistas, como en tendencias políticas a las que Vargas Llosa nunca se acercaría). Si la cultura nunca será para todos, si la filosofía y el saber nunca aliviarán nuestros problemas y el conocimiento científico jamás derrotará a la superstición religiosa, entonces sólo nos queda sumergirnos en rituales mágicos, postrarnos ante ídolos y suplicar que algo fuera de nosotros venga a salvarnos. A lo sumo podremos (la minoría ilustrada) gobernar a los ignorantes, y cada tanto tiempo bajar de nuestras torres de marfil con nuestra escolta de seguridad y en un vehículo blindado, con unas palabras de carisma, algunos regalos de poco valor y un espectáculo de circo: algo como para que recuerden cuánto nos aman, para se lleven a su casa un poco de fervor que les dure hasta la próxima ocasión.