miércoles, 10 de noviembre de 2010

Los cátaros - La herejía perfecta (parte 3)

Termino aquí con la reseña del libro Los cátaros, de Stephen O’Shea.

Gregorio IX
La Inquisición, creada en 1184 antes para perseguir precisamente a cátaros, valdenses y otros herejes, no había sido eficaz bajo el control de los obispos, por desidia o connivencia de los mismos. En 1233 el Papa Gregorio IX tomó la trascendental decisión que hace aún más significativa la triste historia de los cátaros: recreó la Inquisición en la forma de un tribunal eclesiástico independiente, sólo responsable ante el pontífice, con amplios poderes. Los primeros tres inquisidores papales fueron enviados a Tolosa, Albi y Carcasona.

O’Shea narra un grotesco episodio casi inaugural de la institución inquisitorial, en el cual una mujer moribunda pidió recibir la bendición de un perfecto y fue delatada a Raymond du Fauga, dominico y obispo de Tolosa, que acababa de decir misa. Era el 5 de agosto de 1234, precisamente fiesta de Santo Domingo. El obispo fue a la casa de la mujer, haciéndose pasar por hombre santo cátaro, y la incitó a confesar su fe, cosa que ésta, confundida, hizo sin dudar. Du Fauga la juzgó hereje y, como no podía caminar, la hizo atar a la cama; la llevaron frente a la catedral y de ahí fuera de la ciudad, donde la ataron a una estaca y la quemaron viva. Tras esto volvieron y, luego de dar gracias a Santo Domingo, almorzaron con ganas. (El cronista, para quien lo dude, era un monje dominico.)

Los inquisidores exigían que los acusados nombraran a su vez a una cierta cantidad de personas como cómplices. Cuando los herejes comenzaron a nombrar a correligionarios ya muertos, los inquisidores adoptaron la costumbre de desenterrar los cadáveres para quemarlos en público, y en ocasiones quemar la casa que había ocupado el muerto, incluso si estaba ocupada.

La confianza se quebró; no había nada más fácil para arruinar a un enemigo que acusarlo ante la Inquisición, cuyos representantes eran investigadores, jueces, fiscales y jurado a la vez, y que tenían incluso la facultad de confiscar bienes y desheredar a los parientes de los condenados. Había inquisidores más escrupulosos, que se preocupaban por no condenar a inocentes, pero el sistema fomentaba la corrupción y atraía, naturalmente, a psicópatas de toda calaña.

Monolito de Montségur
El Languedoc nunca recobraría su prosperidad; arruinado por la guerra y el pillaje, se arruinó aún más por la destrucción de su trama social, y quedó manchado como nido de herejes. Su fiero independentismo dio paso al sometimiento; incluso la lengua occitana —parienta cercana del catalán y del provenzal— quedó desprestigiada y cedió ante el avance del francés de los cruzados.

La historia de los cátaros comienza su final con el sitio de la ciudadela montañesa de Montségur, donde se habían refugiado históricamente los líderes cátaros. El sitio duró meses, en medio de un invierno crudísimo. Cuando terminó, en marzo de 1244, ninguno de los doscientos perfectos que había allí aceptaron retractarse de sus creencias, y fueron quemados vivos, junto con veintiún conversos que habían pedido recibir el consolamentum a última hora.

A partir de allí todo fue cuesta abajo. Una bula papal de 1252 autorizó el uso de la tortura para obtener confesiones. La Inquisición se amplió y se reforzó en Italia, donde habían huido muchos cátaros y simpatizantes. Algunos perfectos se convirtieron al catolicismo y traicionaron a sus antiguos seguidores. El último perfecto conocido, un pintoresco personaje llamado Guillaume Bélibaste, fue quemado en 1321.

El libro de O’Shea cierra con un recorrido por “el país cátaro”, transformado en atracción turística y (gracias a malos historiadores y a la imaginación descontrolada) fuente de mitos absurdos, que recuerdan a las historias esotéricas sobre masones o caballeros templarios, y de emulaciones ridículas de parte de hippies y neopaganos. La contratapa de mi edición no se queda atrás, pintando a los cátaros como seres espirituales, feministas y partidarios del amor libre. O’Shea mismo es parcial a los cátaros, aunque no es difícil ser parcial hacia personas cuyo único crimen fue pensar distinto y cuyo castigo inmerecido fue la espada o la hoguera.

Pero O’Shea, a pesar de su toma de partido y su visión algo nostálgica, no se engaña ni nos engaña. Las fuentes están todas allí, las controversias están expuestas, los fallos y delitos plenamente humanos de herejes y ortodoxos no se excusan ni se disimulan. La herejía perfecta no cae nunca en las tentaciones de la novela histórica, y sin embargo, en virtud de su veracidad, logra ser apasionante.

4 comentarios:

  1. y estos de la ICAR se llenan la boca diciendo que dios es amor ... ¡como no les da verguenza!

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  2. Los crímenes horrendos de la ICAR (como los relatados en el artículo) son evidencia contundente de que esa institución no tiene conexión alguna con un eventual Dios bondadoso, y de que está compuesta por seres humanos comunes y corrientes, que pueden llegar a niveles de crueldad inimaginables cuando disponen del poder total. La ICAR carece, por lo tanto, de autoridad moral para sermonearnos y para decirnos cómo quiere un supuesto Dios que nos comportemos.

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  3. "Pero O’Shea, a pesar de su toma de partido y su visión algo nostálgica, no se engaña ni nos engaña. Las fuentes están todas allí, las controversias están expuestas, los fallos y delitos plenamente humanos de herejes y ortodoxos no se excusan ni se disimulan. La herejía perfecta no cae nunca en las tentaciones de la novela histórica, y sin embargo, en virtud de su veracidad, logra ser apasionante."


    Dan ganas de leerlo.

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  4. Ma han fascinado siempre las historias relacionadas con los Cataros.
    Gran Post
    Besos
    Nela

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